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ENTRE ERRORES Y FALACIAS

La insoportable levedad del optimismo

El optimismo es cuestión de fe. Dogma. El optimista no tiene que demostrar nada.

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El optimismo es cuestión de fe. Dogma. El optimista no tiene que demostrar nada. Todo saldrá bien porque sí, porque él lo cree, porque tiene buenas intenciones. Quien no comparte esa fe es “amargo”. El escepticismo, el pedido de pruebas, las advertencias acerca de los límites objetivos de la realidad, se ven como obstáculos. Palos en la rueda. A quienes profesan esa creencia, el controvertido e incisivo filósofo británico Roger Scruton los llama optimistas inescrupulosos. En su ensayo Usos del pesimismo, Scruton (catedrático en Oxford cuyos intereses incluyen la estética, la historia, la música, el vino, la ética, la política, Platón, Kant, Wittgenstein y más) señala, con sólidos argumentos, los peligros y los trágicos resultados a los que conduce ese optimismo irresponsable, voluntarismo banal que se desentiende de las consecuencias de las acciones que impulsa y mira con cierto aire narcisista su confianza “natural”, despreocupado de fundamentarla. La autosatisfacción del optimismo inescrupuloso impide toda refutación y también el contacto con la realidad. Una dosis de pesimismo racional, sostiene Scruton, permitiría retomar ese contacto y actuar en consecuencia.

Tras ocho meses y un récord de errores no forzados, algunos de ellos graves, sería recomendable que, para el próximo retiro espiritual que los convoca periódicamente, el presidente de la Nación y su equipo de funcionarios lleven leído y estudiado el libro de Scruton. Especialmente las falacias que el filósofo enumera y explora con implacable lucidez. La primera es la falacia del mejor caso posible, que consiste en imaginar la mejor posibilidad, no contemplar otras ni, mucho menos, el fracaso ni el costo del error y remplazar el presente por un futuro ilusorio sin admitir refutación ni prevenciones. Al desestimar la posibilidad y el costo del error se termina por usar mal las herramientas de las que se dispone y por generar predicciones equivocadas, cuyas consecuencias se busca cubrir luego con enrevesadas explicaciones a posteriori (que el ensayista libanés Nassim Nicholas Taleb, autor de El cisne negro, llama “posdicciones”).

Otra es la falacia de la planificación. Creer que juntos, desestimando diferencias y discrepancias, por el solo hecho de amucharnos en un mismo lugar, podemos trabajar colectivamente para un objetivo que no fue fijado por consenso, sin contemplar las razones del pesimismo racional y escrupuloso. Un objetivo, en fin, impuesto como dogma de fe. “Juntos podemos” (¿quiénes?, ¿cómo?, ¿fuimos consultados?, ¿tenemos los mismos valores?). Cuando se impone una programación desde arriba e inconsulta, se estimula el nacimiento de una burocracia fatal. Es planificación iatrogénica (remedio que agrava la enfermedad).

Sigue la falacia de la agregación, según la cual si se suma lo bueno más lo bueno más lo bueno el resultado es lo mejor. Pero ocurre que dulce de leche, caviar, bondiola caramelizada y crème brûlée pueden ser deliciosos por separado, pero en un mismo plato quizás lleven a las náuseas. Sumar cosas buenas (supongamos proyectos, Ceos prestigiosos, especialistas, intenciones) sin establecer relaciones entre ellas provoca, dice Scruton, una bulimia de buenos deseos que impide pensar. Cuando se apila porque sí, las tensiones de lo apilado no tardarán en aparecer.

Aunque hay más (falacia del “nacidos en libertad”, que niega los límites; del “movimiento del espíritu”, que atribuye todo al “espíritu de los tiempos”; de la “suma cero”, que no admite el error como propio sino que lo ve como ventaja ajena), agreguemos sólo la falacia de la utopía. Esta decreta que todo marcha hacia un final feliz (por ejemplo, pobreza cero, todos trabajando para todos, barrios que recuerdan el Truman Show) y lo que crea conflicto o tensión debe eliminarse. Como está en el futuro y es indemostrable, la utopía cierra la posibilidad de pensar y discutir, aparte de aplicar una única solución a todos los problemas. No da lugar ni siquiera al optimista razonable.

Las ideas de Scruton podrían explicar qué ocurrió con el ilusorio segundo semestre, con la sequía de inversiones, con la inflación rebelde, con los tropiezos judiciales, con las promesas electorales incumplidas, con el protocolo de seguridad archivado y con otras cuestiones inspiradas en el optimismo como modelo único.
                
*Escritor y periodista.