COLUMNISTAS
Una escritura subversiva

La inteligencia divina de Amélie Nothomb

¿Cómo actúa la sensibilidad de un escritor? ¿Cómo miran y descubren? La cuestión de la identidad de la autora belga en un fragmento del último libro de Tomás Abraham.

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Hay escritores que son bellos, otros lo devienen a partir de su literatura. Fernando Pessoa no llamaba la atención en el tranvía que tomaba cada mañana, no lo hacía en la agencia mercantil en la que trabajaba todos los días. Era un lisboeta más o, más bien, menos. Un ser anónimo vestido como tal, un oficinista gris que vivía con su madre. Visto luego en una foto de uno de sus libros, presenta lo que Nothomb en su obra Las Catilinarias define como “esa tristeza elegante que se atribuye a los portugueses, era una tristeza pesada, imperturbable y sin remedio...”. Las apariencias engañan. Amélie Nothomb aparece en la tapa de casi todos sus libros. No sólo en la solapa en la que se detalla su obra, sino en la misma portada junto al título. Sus libros son documentos de identidad. No sólo la podemos imaginar sino que la vemos. Aparece en fotografías desde muy chica, luego más grande, y siempre reaparece con su fisonomía actual en la foto carnet de la solapa antes del listado de sus escritos.
Es la misma persona inconfundible en todos sus retratos, un cuerpo que crece alrededor de sus ojos. Un ser que mira. Sus libros son casi todos autobiográficos. Nombraré algunos: Metafísica de los tubos, El sabotaje amoroso, Diccionario de nombres propios, Biografía del hambre, Estupor y temblores. La infancia es un tiempo y un lugar en el que ella abreva y extrae imágenes y palabras. El Lejano Oriente es el talismán que debe tocar en cada uno de sus escritos. Nace en Tokio, su infancia transcurre en Pekín, sigue en Nueva York. Luego Bruselas.
Pobre Bélgica. Para un alemán, alguien que conduce un auto con torpeza es un b...elga. Un holandés cuando cruza Bélgica se siente más soberbio aún que en casa. Su padre es diplomático. Amélie tiene con él una relación intelectual. No la abraza, le habla y se miran. La madre puede ser hermosa o un ser peligroso y dañino. Sucede que Amélie, un nombre que puede decirse sin apellido, hace de la autobiografía un género en el que la ficción es una variable de la realidad.
Este carácter ficcional no deriva del hecho de que toda escritura autobiográfica es una construcción imaginaria –lugar común de la crítica literaria que significa todo y nada– sino de la originalidad con la que nos la presenta. La madre es hermosa y la odia. La madre contrasta consigo misma y Amélie desdobla su mirada. Son las divergencias inclusivas de un plasma maternal y de un mundo de fantasía con gente real. En un libro la madre la instruye, en otro la rechaza. Las historias, con personajes distintos, repiten evocaciones que se declinan con nuevos matices. La madre y la hija se convierten así en un espectro, un hojaldre. No se contradicen sino que se despliegan.
La autobiografía imaginaria de Amélie Nothomb se lee en una serie de obras en las que una misma identidad se abre como un gran abanico y vuelve a replegarse con sus dos varillas cerradas. Finalmente, este abanico, como Amélie, es un objeto japonés.
La inteligencia en un escritor puede presentarse de variados modos. Thomas Mann, para nombrar un monumento célebre, fue sin duda un autor muy inteligente. Para muchos esa palabra es no sólo inadecuada sino casi irrespetuosa, ya que se habla de un enorme talento. Interesado por los arcanos de la genialidad, describe la vida de Goethe acosado por Carlota, de un doctor Fausto atormentado por sus intrincadas visiones y su maldita inspiración. Mann nos aplasta con una inteligencia bañada en sabiduría alemana y clásica. Necesita un establecimiento de gran magnitud, 800 páginas, largas discusiones culturales, personajes eruditos, escenarios majestuosos o encuadres históricos relevantes. Nothomb es liviana como Pulgarcito. Escribe libros de metraje medio, su tiempo de lectura se resuelve en uno o dos días. Estupor y temblores tiene unas 130 páginas en un formato común. Sus frases son breves. Comienza así: “El señor Haneda era el superior del señor Omochi, que era el superior del señor Saito, que era el superior de la señorita Mori, que era mi superiora. Y yo no era la superiora de nadie”. Metafísica de los tubos: “En el principio no había nada. Y esa nada no estaba ni vacía ni era definida: se bastaba sola a sí misma. Y Dios vio que aquello era bueno. Por nada del mundo se le habría ocurrido crear algo. La nada era más que suficiente: lo colmaba”.
La inteligencia de Amélie es de aquellas que sorprenden, son reflexiones mínimas. Generalizaciones que parten de la observación de un detalle. Extrae brillo de un acontecer mundano. La amistad entre chicos es resaltada como un hecho de gran importancia. Tener un amigo es valioso: “La amistad es para el niño el lujo supremo, y el lujo es aquello de lo que las almas nobles tienen la más ardiente necesidad. La amistad proporciona al niño el sentido fastuoso de la existencia”.
La inteligencia de la que hablo resplandece. Detiene nuestra lectura y nos obliga a paladear las palabras. Levantamos la vista y despegamos un momento. Hemos levantado vuelo. No es más que un instante, vimos algo, un sintetizador ha agrupado imágenes dispersas de nuestra subconciencia. Hay un albergue transitorio en nuestra mente, un lugar no doméstico, al que llegan de noche imágenes inesperadas. Es ésa una reflexión mínima que abre un espacio con el efecto súbito de su aparición.
La infancia para Amélie se divide en etapas. Hasta los 3 años su vida es muy intensa. No habla, no come. Mira. Sus ojos son enormes, redondos y negros. No sonríe, la sonrisa recién aparecerá en la juventud. No sabemos qué pueden llegar a ser las edades para una persona como ella, que a los 7 años recuerda haberlo vivido todo: “Había conocido la divinidad y su absoluta satisfacción, había conocido el nacimiento, la cólera, la incomprensión, el placer, el lenguaje, los accidentes, las flores, lo demás, los peces, la lluvia, el suicidio, la salvación, la escuela, la degradación, el desgarramiento, el exilio, el desierto, la enfermedad, el crecimiento y el sentimiento de pérdida al que iba unido, la guerra, la embriaguez de tener un enemigo, el alcohol –last, but not least–, había conocido el amor, esa flecha tan bien lanzada al vacío”.
En Metafísica de los tubos nos habla de su fascinación por la muerte. La llama desde el agua. Los estanques la atraen, se sumerge cada vez que puede, es una nadadora precoz. En realidad su precocidad es total, y como en toda mente infantil iluminada por el mundo del placer, bordea la locura. Una alcantarilla traga y casi mata a su padre. La niña a los 3 años se hunde y se deja depositar en el fondo del agua absorbiendo la luz que penetra filtrada por la superficie. Se deja ir hasta que siente el instinto de supervivencia en su forma más bruta, como un grito, un espasmo, un último gesto en el que se resuelve la existencia, y en el que el otro decide el fin o la continuidad de la vida, si escucha, si ve, si acude, si ese otro está.
En Biografía del hambre se entierra en la nieve, que también es un abrigo de agua, y observa la oscuridad fría que se adueña de su cuerpo y se le mete adentro, hasta endurecer el pecho. Se deja anestesiar. Hay en ella una tendencia a dejar de sentir, a entumecerse, a vaciarse. Ser un tubo, un cuerpo sin órganos. Se vacía como un reptil que se autodevora hasta ser Dios. La anorexia que padece y ejerce es parte de su teología.
No habla. Dios no habla. Tiene lo que llama alergias verbales, que se combinan con su calvario asmático. Vuelvo a Metafísica de los tubos, donde la niña es un ojo que mira, que no habla, es muda e inmóvil. Los padres ya no saben qué hacer para que reaccione, sólo la abuela materna se da cuenta de que un chocolate blanco es el secreto. Provoca en
Amélie la emisión de palabras al marcar en su psique un placer. El placer la hace salir de sí. Es extraño que una niña actúe como Dios; diseña el universo, lo nombra y manipula. Tiene a su favor algo que la acerca al poder de los dioses: no le teme a la muerte. Los padres viven espantados ante sus actos suicidas. La falta de aire la lleva a ser pez. El vaciamiento se revierte en un llenado, come hasta el dolor. Practica la potomanía. Ayuna hasta estar hueca y luego se llena de agua. Nos habla de cifras espeluznantes, 15 litros de agua. Come frente a un espejo, se contempla devorando. Su voluptuosidad es doble, se alimenta de sí misma.

*Filósofo. www.tomasabraham.com.ar.