Hace muchos años leí una frase de Paul Virilio: “Con la invención del ferrocarril también se inventó el descarrilamiento”. ¿Dónde la leí? ¿En qué libro? No me acuerdo. Ocurre que la prosa de Virilio, como la de buena parte de la sociología impresionista a lo Baudrillard o Lipovetsky, está hecha para no recordar, para olvidar en el momento mismo en que se la termina de leer. Es un tipo de sociología que más que por conceptos avanza por eslóganes, por frases efectistas. Sin embargo, el del tren debe ser un buen eslogan porque todavía lo recuerdo. La idea de que la acción incluye entre sus destinos al accidente, al error, no me es ajena. En su Diccionario de los lugares comunes, Flaubert da una definición ácida del asunto: “Accidente: siempre deplorable o molesto (como si nunca se debiera considerar una desgracia como algo divertido…)”. Del error muchas veces surgen resultados interesantes, descubrimientos imprevistos (como la Coca-Cola, que antes de que, por azar, le pusieran gas, era una loción contra la caída del cabello) pero también existe el pequeño error, ante el que sólo cabe un pedido de disculpas.
Por ejemplo, algo así me ocurrió hace algunas semanas en este mismo espacio. Era un artículo sobre el último disco de P.J.Harvey en el que, al pasar, citaba unas declaraciones que Harvey había dado a la revista francesa Les inrockuptibles. Pues bien: esas declaraciones constaban no en la edición francesa, como yo señalaba, sino en la versión argentina de la misma revista, que se había tomado el trabajo de tomarlas de otro lugar. Es decir: la edición argentina de Les inrockuptibles había hecho un buen trabajo periodístico que yo, por error, pasé por alto. ¿Cómo pude haberme equivocado? Bueno, leí la edición argentina de la revista en un avión, junto con varios números de la edición francesa, seguramente se me deben haber traspapelado las notas… en fin, un error. Lo interesante del error es que las explicaciones siempre son insuficientes y a posteriori. A diferencia del arte, el error siempre llega tarde (o quizás, como diría Baudrillard, ocurre primero el error y luego la acción, lo hace como simulacro, sin que nos demos cuenta del intercambio simbólico: la acción no ha tenido lugar).
Del accidente al error hay un paso, y del error al ocultamiento, otro. Pero aquí ya estamos en el terreno de la literatura. Señalar y esconder, mostrar y encubrir, buena parte del arte literario se entrelaza en esa tensión. Acabo de terminar de leer una novela impecable, perfecta en llevar al extremo esa tensión, la tensión entre el decir y lo dicho: El ícono de Dangling, de Silvia Maldonado, publicada por la editorial Paradiso. El libro abre con un epígrafe de Dostoievski (“¡Ay Rodion Romanovich! No se fíe demasiado de las palabras”) para luego, ya instalada en la sospecha de la ingenuidad de la narración, desplegarse como falso policial, novela erudita, trama conspirativa, e interrogación sobre el absurdo. El ícono de Dangling es ante todo una novela sobre la interpretación de los signos. ¿Es real lo que vemos? ¿No hay ningún error? ¿Nada se esconde tras la huella de los objetos? Y entre pregunta y pregunta, Maldonado desarrolla un verdadero talento en el arte de mostrar y ocultar al mismo tiempo. Por ejemplo, esta frase, casi de transición, sin demasiada relevancia, y que sin embargo encarna toda la tensión de la novela: “En aquel entonces, yo era parte de un gran equipo dedicado a estudiar, sin entrar en detalles, cómo funciona el cerebro”. ¿Cómo “sin entrar en detalles”? ¡Pero si justamente lo que queremos después de esa frase es conocer los detalles! Pero lo que la novela de Maldonado viene a decirnos es que entrar en esos detalles sería un error. En El ícono de Dangling las preguntas quedan abiertas, o se responden de manera accidental, de modo provisorio. Y de imprevisto en imprevisto, la literatura se desplaza, sin cerrar nunca el sentido.