La vieja polaridad entre orden y libertad, por más remanida y abusada que sea, sigue siendo válida. Es preciso convenir que toda sociedad tiene que resolver ese inestable equilibrio entre las demandas de la autoridad –algún tipo de autoridad– y las de la libertad o el deseo de participación y expresión autónoma de los individuos y sus congregaciones. Quizá por esto Aristóteles recomendaba como ideal un tipo de gobierno mixto, que incluyera elementos de la democracia, la aristocracia y la monarquía. Cualquier sociedad, especialmente si es democrática, no puede menos que estar llena de asociaciones de representación de intereses “neocorporativos”, empresa-riales o sindicales, o aun meramente culturales, justo las que Mancur Olson considera responsables de la decadencia de Gran Bretaña y otros países, porque con su “búsqueda de rentas” entorpecen el libre juego del mercado, que por hipótesis es el mejor de los adjudicadores de recursos. Estos intereses organizados están siempre dispuestos a confabular a favor del propio interés; del común que se ocupen los demás.
Partidos populistas obreros, peronistas o chavistas. Esta categoría incluye partidos políticos cuya base principal de apoyo está entre los trabajadores urbanos y rurales (y campesinos allí donde existen en cantidades significativas). El grueso de las clases medias organizadas no está incluido, lo que los distingue de los partidos de tipo aprista o populistas de clase media. En cambio, hay una mayor participación de sectores altos disidentes de las fuerzas armadas o del clero y de minorías de empresarios industriales o de sectores nuevos. El peronismo tuvo desde su comienzo este tipo de estructura, sobre todo en las zonas desarrolladas del país.
En otros lados de América latina se dio, durante la época del apogeo del peronismo, una influencia de éste entre ciertos líderes militares latinoamericanos. Manuel Odría en Perú, Gustavo Rojas Pinilla en Colombia, Fulgencio Batista en Cuba y hasta Marcos Pérez Jiménez en Venezuela trataron de emular el ejemplo argentino, y en algunas cosas tuvieran éxito, al armar una combinación de: una elite antiliberal tanto civil como militar, con orígenes claramente derechistas pero dispuesta a apoyar programas de justicia social y redistribución de ingresos, con un aporte de masas movilizadas y migrantes recientes, aunque en esto no pudieron competir con los preexistentes partidos populares de tipo aprista, también movilizacionistas, y una conexión carismática entre el líder y sus seguidores. Pero en ningún caso el éxito fue duradero. En cambio, una repetición de este tipo de modelo en Venezuela, con Hugo Chávez, ha tenido éxito en formar un movimiento de gran solidez, y de estructura claramente verticalista, con tendencias hacia el autoritarismo popular pero significativos esfuerzos de cambio social entre los sectores más carenciados del país.
Izquierda, entre socialismo y populismo. El tipo de apoyo en que se basa un movimiento popular depende en gran medida del grado de desarrollo económico del país. La clase obrera y sus sindicatos y organizaciones difícilmente pueden tomar un rol protagónico salvo en condiciones de industrialización avanzada. Hay excepciones, sin embargo, que se dan en países donde en medio del subdesarrollo, o sea de una mayoría campesina, existen grandes concentraciones de mano de obra, principalmente mineras y agroindustriales (caña de azúcar, frigoríficos, molinos). En esos casos, los movimientos políticos que se forman pueden tener un componente sindicalizado muy importante, aunque representando a un porcentaje muy chico de la población. Por otra parte, la alianza con grupos medios será tanto más necesaria cuanto menos industrializado y económicamente próspero sea un país, y dependerá de la generación en la parte media o alta de la pirámide de sectores antagónicos al orden dominante. Según el tipo de sector extraobrero incorporado a la coalición, se clasificó a los partidos basados en los sectores bajos de la pirámide en socialistas obreros (“socialdemócratas”), populistas de clase media (“apristas”), social revolucionarios (“fidelistas”) y populistas obreros (“peronistas” o “chavistas”).
En la versión socialdemócrata, a la clase obrera sindicalizada se le unen la mayoría de los intelectuales y de la clase media progresista, que es una minoría en su clase. En el caso aprista, se trata de una clase media en trance de proletarización, a menudo provinciana, la cual toma el rol protagónico en reemplazo de la clase obrera, que tiene menos fuerza organizativa.
Finalmente, en las formas peronistas o chavistas típicas hay más participa-ción de sectores minoritarios pero estratégicos de las fuerzas armadas, el clero o la burguesía, mientras que el rol de los intelectuales es menor.
Estas son fórmulas políticas capaces de convertirse en vehículos de los objetivos socialistas en determinadas coyunturas históricas. Claro está que esto no siempre es así. Por ejemplo, el peronismo, durante sus primeros períodos, aunque fue por cierto una fuerza de transformación social, venía demasiado mal barajado en sus alianzas y antagonismos. En etapas posteriores, habiendo roto con sus iniciales anclajes en sectores militares y del clero preconciliar, se hizo más susceptible de adoptar objetivos socialistas, aunque no en una medida tan radical como pensaban los jóvenes que se incorporaron a la izquierda peronista y montonera a fines de los años 60.
En los países de mayor desarrollo relativo –incluidos varios latinoamericanos–, los dos puntos neurálgicos para la formación de un movimiento socialista son la comprensión del rol de los dirigentes sindicales y de la relación con el populismo. La acción de los intelectuales, que es también central, depende mucho de su claridad a este respecto. En general, en una coalición bastante grande habrá dos o más actores preocupados por el tema de la ideología. En la coalición armada por Perón para llegar al poder en 1973 había nada menos que cuatro de esos grupos: el moderado de orientación justicialista básicamente socialcristiana, que podemos simbolizar en Antonio Cafiero; una extrema izquierda insurreccional, Montoneros; una izquierda “socialista nacional” no insurgente (Juventud Peronista y otros); y una extrema derecha filofascista (José López Rega y la Triple A). El sector dirigente nucleado en torno de Perón constituía otro actor, importante y de bastante peso propio, pero más bien pragmático. Lo que brillaba por su ausencia era un sector ideológico socialdemócrata, aunque ciertos líderes sindicales, semejantes a sus colegas norteamericanos, no estaban muy lejos de esa posición, que expresaban pragmáticamente, y mezclada con los postulados clásicos peronistas.
Neopopulismo e indigenismo. Los movimientos simbolizados por figuras como Hugo Chávez en Venezuela, Evo Morales en Bolivia y Rafael Correa en Ecuador no se deben al súbito surgimiento de figuras mesiánicas, sino que son el resultado de cambios profundos en la estructura social de esos países, unidos a fracasos de dirigencias anteriores. Lo que ha estado ocurriendo es el continuado afluir de amplias capas marginadas de la población, desde sus residencias rurales o de pequeños pueblos, donde eran “menos visibles” y, desde ya, menos influyentes, hacia las grandes ciudades, donde los contrastes sociales son más explícitos e irritantes. Al mismo tiempo, aun en las áreas rurales o de pequeños pueblos que quedan, se está dando el acceso de las poblaciones indígenas a la educación y las comunicaciones, incluida la formación de grupos dirigentes que se capacitan para conducir a la masa del sector, dándole más voz y presencia en la arena nacional. Estos grupos demandan liderazgos a nivel nacional, que podrían haber sido dados por partidos populares preexistentes, como Acción Democrática en Venezuela, el Movimiento Nacionalista Revolucionario boliviano, o la Izquierda Democrática o el roldosismo de Ecuador. Múltiples causas hicieron que fuera difícil para ellos cumplir este papel, pero no está dicho que les hubiera sido imposible hacerlo. Lejos de ello, en su momento canalizaron fuerzas equivalentes.
En cuanto a los movimientos indigenistas, ellos tienen amplio futuro donde ese sector de la población es importante, lo que incluye sin duda a Perú y a México, aparte de varios en América Central. El fenómeno, si se da, de todos modos no será inmediato, como lo demuestra entre otras cosas Guatemala, con la escasa presencia electoral del movimiento de Rigoberta Menchú. Los partidos populares preexistentes tienen la oportunidad de entender el fenómeno y canalizarlo en sus filas, aunque hay que tener en cuenta que una larga experiencia de participación política les ha generado en su seno o en su entorno una serie de intereses creados (a diversos niveles de clase) que van a ser afectados al dar lugar a los nuevos entrantes que golpean a las puertas.
*Sociólogo. Embajador en Italia.