La mayoría de la gente que estuvo en la calle en un día de lluvia estaba conmovida con la muerte de Nisman. La presencia de la madre y sus hijas hizo sensible el drama compartido. El día que se supo que había muerto fue escalofriante. Como si se cayera una careta que desnudaba un rostro deforme, monstruoso. Luego, la domesticación de nuestra conciencia con el mar de palabras que pone las cosas en lugares reconocibles, se hizo dueña del acontecimiento. Mientras ese recuerdo no se borre, la causa Nisman tardará en cerrarse por más que las pistas cruzadas y las hipótesis renovadas confundan a todo el mundo.
¿Por qué? Pero más allá de la presencia en las calles de una multitud bajo un mismo reclamo, las razones que se han aducido para llevarla a cabo son plausibles de análisis.
Quienes se han encargado de tomar la iniciativa de organizar la marcha del 18F manifestaron que era un homenaje al fiscal Nisman. ¿Ese fue el sentido de la marcha? ¿Homenaje por qué? ¿Porque murió por la verdad y la justicia? No es lo que dicen Memoria Activa ni Apemia, es decir, no es lo que dicen Diana Malamud ni Laura Ginsberg, que si bien no están de acuerdo entre ellas en muchas cosas relacionadas con las medidas a tomar para el esclarecimiento de la causa AMIA, coinciden en afirmar que el fiscal hizo muy poco durante diez años para avanzar en llegar a la verdad. Nada se sabe sobre la conexión local con sus ejecutores y cómplices en los atentados a la AMIA y a la Embajada de Israel. Y la conexión local no es sólo lo que tenemos cerca, sino nuestro principal problema. Y las nombradas Ginsberg y Malamud, víctimas de las bombas por haber perdido a seres queridos, siempre han sido un ejemplo de lucha por el descubrimiento de la verdad sin cálculos de oportunidad, ni marchas y contramarchas, como las de algunas autoridades de la comunidad judía que sí fueron parte de la procesión.
Cuando una persona es asesinada o inducida a matarse, de lo que se trata es de investigar el hecho para hallar al culpable y al responsable, independientemente de su capacidad laboral, de su entrega profesional, la tenga o carezca de ella.
Supongamos que la denuncia de Nisman pueda ser desestimada por el juez a cargo de la instrucción; imaginemos que los cargos que imputa no tienen asidero para ningún procesamiento, ¿acaso no deja de ser prioritario averiguar quiénes fueron los que lo mataron, o por qué decidió quitarse la vida? Así es que la organización de la marcha para homenajearlo es prejuzgar sobre su persona. Saber la verdad nada tiene que ver con que la víctima haya sido virtuosa o un ejemplo para la civilidad.
La marcha, entonces, si no la justificamos en nombre de un homenaje a la víctima, se la puede convocar por un reclamo de justicia. En ese caso los fiscales que invitan al acto no confiarían del todo en la eficacia de la labor de la fiscal a cargo de la muerte de Nisman, no descansan en lo que harán los fiscales que investigarán la causa AMIA, o no tienen todas las dudas despejadas sobre el fiscal que ha tomado los cargos que Nisman iba a presentar por encubrimiento luego del memorándum entre Irán y nuestro país.
Pero ninguno de los fiscales convocantes sostiene que sospecha de la conducta de sus pares y dice respetar los tiempos de la Justicia. Por lo tanto la marcha no favorece, garantiza, o acelera la labor que se lleva a cabo en la actualidad por las diferentes fiscalías. Lo que sí sabemos es que algunos de los fiscales que organizan la marcha han sido acusados por los familiares de las víctimas por encubrimiento y negligencia en sus funciones en relación con la causa que les incumbe desde hace 21 años.
Desagravio. ¿Puede ser que la marcha haya sido una expresión de desagravio hacia la persona del fiscal y de su familia, que no recibieron las condolencias de la primera mandataria ni de su gabinete; familiares de un hombre de la Justicia que debieron haber sido recibidos por la Presidenta como máxima responsable de la salvaguarda de la vida de los ciudadanos?
Lamentablemente, quizás, esto último haya sido lo más doloroso, lo más inexplicable, y lo más irritante, entre todas las cosas que provocó la muerte de Nisman. La Presidenta tuiteó apenas nos enteramos de la muerte de Nisman para decir que fue un suicidio, al día siguiente siguió con el mismo procedimiento para sostener que fue un asesinato, y luego ninguneó el hecho y se justificó en que ella era la principal perjudicada.
Este gobierno no está a la altura de las exigencias de las investiduras delegadas por el pueblo argentino. Podrá ser más o menos popular de acuerdo con las circunstancias y por medidas que se aprobarán con distinto grado de adhesión, pero cuando hay víctimas que no le reditúan beneficios políticos, o que pueden perjudicar su imagen, las ignoran, y hasta ofenden a quienes sufren.
Esa alegría de la que habla la Presidenta, que dice no querer perder, es la misma alegría que en 1994 el entonces presidente Carlos Menem tampoco quería perder, y por eso en momentos en que la gente otra vez con sus paraguas llenaba las plazas por la bomba en la AMIA, le daba una entrevista a la revista Corsa. Así era la festejada simpatía de aquel presidente, como así es la reconocida vitalidad de nuestra mandataria. Esta indiferencia ya la hemos vivido con Cromañón, cuando no importaban los cuerpos de las decenas de muertos, y sí importaba que esas muertes no favorecieran a la derecha. Lo mismo que las muertes de la línea Sarmiento, o la fiesta de la democracia mientras los saqueos y los ataques aterrorizaban a los habitantes de varias provincias, y ahora lo mismo sucede con Nisman en boca de quienes hablan de oportunismo político de la oposición, o que le tiraron un cadáver a Cristina, etc.
Hay un fenómeno de la robotización de la política que comienza desde la mañana, cuando Jorge Capitanich o Aníbal Fernández lanzan la consigna que repetirá la tropa en sus diferentes instancias. “¡Va la Pando!”, gritan los jefes, y la frase se repite en las redes sociales, en las unidades básicas, en las reuniones de referentes culturales.
Del otro lado de la trinchera, es continua la ansiedad por informarse en los programas opositores, seguir extáticos ante las nuevas poses y argumentos en boca de sus principales periodistas, o no perderse en el recorrido de los programas en los que el libreto hace rato está escrito y en los que sólo se trata de reforzar el guión con invitados que no son más que actores en una puesta siempre la misma.
Muchos quieren salvar a la República, otros dicen resistir ante quienes quieren despojar al pueblo de los logros conseguidos estos años, y cuando hay un caso como el de Nisman, no se hace más que volver a sostener lo ya asumido en cada una de las posturas. Es un sistema de rigideces.
El miedo. La reacción de la Presidenta nos da qué pensar. No sé si son pertinentes los análisis psicotécnicos de quienes no cejan en hablar de ella cada vez que pueden. De su ciclotimia, de su narcisismo, o de sus joyas. Lo que diré a continuación no tiene la pretensión de estar a la altura de tales diagnósticos. Pero se me ocurrió que las reacciones de la Presidenta después de la muerte de Nisman estaban causadas por el miedo, un temor que persiste. Cuando en el acto de inauguración de Atucha II, le dice a la gente que el canciller envió sendas cartas a las autoridades de Estados Unidos y de Israel, porque los argentinos no debemos ser usados para dirimir litigios que conciernen a otros países, imaginamos que supone que hubo agentes extranjeros que se infiltraron en nuestro país.
Nuevamente, actos letales provenientes de lejanos rincones del planeta –Irán, Siria, CIA, Mossad, Hezbollah– con ausencia de conexión local. Cierto o no, nos infiltran cuando así lo disponen, y nuestras defensas, para emplear un eufemismo, están siempre llamativamente bajas.
La Presidenta no sabe qué pasó con Nisman, pero sí sabe que los organismos de seguridad están fuera de control. Y sus repetidos acting out no son más que fugas para delante frente a la incógnita no develada. Nosotros tampoco sabemos por qué el fiscal, durante la feria judicial, denuncia por televisión a la Presidenta por encubrimiento de una causa criminal. Sin ser especialista del modo en que se vinculan los funcionarios de la Justicia con los medios masivos de comunicación, el hecho no deja de ser extraordinario, fuera de lo común. Podemos imaginar que el fiscal buscaba protección porque su vida estaba en peligro. Y es posible que mucha de la gente que marchó sienta que esa protección tampoco la tiene, y que no hay autoridad en la que confiar para salvaguardar su vida. Llámese a esta desprotección con los nombres de inseguridad, Bonaerense, mafias, narcotráfico, barras, servicios.
¿Exageración? Es posible que no lo sea. El hecho de que los referentes políticos más nombrados en los últimos tiempos sean Berni, Milani y Stiuso nos da un panorama inesperado de la sociedad en la que vivimos. Hasta la Presidenta debe sentir una cierta inseguridad aun con los nuevos dispositivos de Inteligencia que pretende implementar de un día para el otro. Como si toda “inteligencia” pudiera ser una inteligencia en contra.
*Filósofo. www.tomasabraham.com.ar