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La lengua lateral

Derrida, el políglota, el que establece juegos de palabras en más de una lengua, erra cuando llega al castellano.

Jacques Derrida
Jacques Derrida | AFP

Es muy conocido el pasaje de Freud en el que en un viaje en tren entabla una conversación con un desconocido, donde hablan sobre Italia y los frescos del Juicio Final de la cúpula de la catedral de Orvieto. Freud olvida el nombre del autor de la obra (Signorelli) y en su lugar recuerda los de Botticelli y Boltraffio, otros pintores. Partiendo de esa anécdota, Freud desarrolla una gran argumentación sobre el olvido del nombre y su relación con el inconsciente. Menos subrayado es que ese viaje transcurre en Yugoslavia, y que poco antes, en la misma conversación, Freud había mencionado a los turcos que viven en Bosnia y en Herzegovina. Slavoj Žižek, nacido 1949 en Liubliana, entonces perteneciente a Yugoslavia, no deja pasar ese detalle, y avanza sobre cómo aparece Yugoslavia en la obra de Freud. Según afirma, Freud se ocupa una sola vez de ese país, o mejor dicho, de un paciente de esa nacionalidad. El paciente yugoslavo, pobre y poco formado intelectualmente, no logra mejorar, y después Freud le pide que desista de seguir con el tratamiento, agregando que el psicoanálisis no está en condiciones de tratar con ese tipo de gente. Obviamente Žižek retoma el comentario despectivo de Freud para leerlo en clave clasista (el psicoanálisis no es para los pobres), pero sobre todo para ironizar sobre el aspecto nacional: el psicoanálisis no es para yugoslavos. Hay ahí, en esa nacionalidad, una lateralidad, una marginalidad, un corrimiento del discurso central de la teoría europea que Žižek, con un dejo borgeano, elogia: el pensamiento yugoslavo pertenece a la filosofía universal, pero desde el margen.

Pensaba en todo esto mientras leía Pardonner. L’impardonnable et l’imprescriptible, de Jacques Derrida, publicado en Francia por la editorial Galilée, hace ya varios años. Allí establece una tensión entre “perdón” y “don” –un concepto incluido dentro del otro–, pero antes, para establecer esa distinción, aclara que eso ocurre básicamente “en su filiación tortuosa, de origen latino”, tomándose el trabajo de dar el ejemplo en diferentes idiomas: perdâo, en portugués; perdono, en italiano, y “perdon, en español”. Así tal cual: perdón sin tilde. ¿De quién es el error? ¿De Derrida? ¿De los correctores? ¿De la editorial? Poco importa. Interesa sí, el error en su dimensión significativa: Derrida, el políglota, el que establece juegos de palabras en más de una lengua, erra cuando llega al castellano. Olvida un detalle, apenas un signo gráfico, una mera tilde. Pero lo suficiente como para remarcar la dimensión desconocida, lateral, descentrada, subalterna del castellano. Quizás el error de Derrida comenzó cuando, en francés decidió llamar a ese idioma espagnol, reproduciendo acríticamente el carácter militar y nacional de la lengua y sus instituciones normalizadoras (la Real Academia Española) y de marketing (el Instituto Cervantes), antes que llamarla castillan, hermoso y apropiado término que remite no a un Estado, sino a un fragmento, una región, una isla en un archipiélago de islas diversas dentro de una misma lengua. Llamar castellano a la lengua es una definición política. El interés del castellano reside en ser una lengua lateral, subalterna, menor, en el margen: en esas condiciones la literatura se vuelve excéntrica, es decir: literatura.

Derrida, el políglota, el que establece juegos de palabras en más de una lengua, erra cuando llega al castellano.

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