Ya nadie me elige para entonar sus frases. Mi aspecto curvilíneo no condice con estos tiempos de exclamaciones rígidas. Soy signo olvidado: el de pregunta. Siempre atento a lo no sabido, al juego retórico, a la indagación, el permiso. Tan abierto a lo que adviene que ni siquiera pretendo definirlo. Me ofrezco a todos los que quieran interrogarse. Alojo el devenir incierto con la paciencia de un cuenco. ¿Acaso no disfrutan al escribirme? Soy cóncavo, sensual. Abro caminos de la sapiencia sin siquiera trazarlos. ¿Mis curvas ya no conmueven a los curiosos, ávidos de llaves maestras para obtener respuestas? ¿Los desesperados han perdido interés en sus tormentos que ni siquiera se preguntan por lo que han perdido? Hasta los filósofos, tan asiduos a expresar sus ideas mediante preguntas, eligen el camino inequívoco de la aseveración rotunda. Como si mi naturaleza interrogativa desestimara sus razonamientos. ¡Todo lo contrario! Hay uno en particular que me esquiva hasta el cansancio. Prefiere lo asertivo, la eficacia metafórica, el eslogan poético. Escribe libros brevísimos con tal de evitarme (¿o lo hará para llegar lo antes posible a sus lectores? ¿Pensará que lo escueto es mi antídoto? Sí… también puedo ser incisivo.) Sin embargo soy signo tolerante, me adapto a la síntesis; puedo arreglármelas con una sola palabra. “¿Querés?”, “¿Podés?”, “¿Vamos?”. Hay preguntas simples y yo me prendo en todas. En tanto signo, al abrir una interrogación, garantizo una espera: de lo que se puede llegar a pensar, de lo que pueda decir el otro. El espacio para una respuesta es donde respiro la libertad de las posibilidades.
No comprendo por qué me desechan de esa manera como si ya supieran qué vienen a hacer a este mundo. Por otra parte, cuando hablan en esos espejos que se llaman imágenes –la histórica televisión, los nuevos formatos digitales, cada uno con su discurso, la mayor de las veces imperativo o excluyente–, me ignoran como si ya no formara parte del discurrir. En el reino de la vehemencia y el dictamen, discuten sin escucharse, se convierten en espectadores de sí mismos, acumulan aprobaciones sin que haya intercambio alguno. Parecen estar definidos de antemano, como si los algoritmos ni siquiera pudiesen darles algo de ritmo a sus vidas. ¿Acaso no me necesitan, ser o no ser ya no es la cuestión y todos saben lo que quieren decir? Siempre será mejor la pregunta por la carencia que la carencia de pregunta. Clarice Lispector lo supo, llegó a considerarse ella misma una pregunta. Por otra parte, suelo musicalizar la entonación.
Ensayen una frase con signos de pregunta, puesta al servicio del imperativo, y verán cuán disonante se vuelve. Por suerte los niños me siguen buscando y jugamos juntos al descubrimiento. Los adultos dicen que es una etapa, “la de las preguntas”. A mí me parece que es un paraíso perdido: cuando la lengua todavía no es discurso y anda suelta, enlazando.