El ex presidente Kirchner está en un pozo y no para de cavar. No escucha a su aliados decirle: “Deténgase; cuanto más cava, más se hunde”, que ya desempolvaron la vieja frase sobre lealtad y política que prescribe ante la muerte de un amigo, acompañarlo al cementerio pero no enterrarse con él. Sus colaboradores lo justifican diciendo que, como no disfruta especialmente del sexo, la comida o el deporte ni lo atrae el goce artístico o intelectual, no puede parar de hacer lo que siempre hizo, sin detenerse hoy a considerar si le conviene. Es un corredor de carreras cuyo auto encajó en el barro y sigue apretando el acelerador, enterrándose más aún, en lugar de bajarse y tratar de solucionar el problema de otra forma. “Por lo menos Cristina disfruta de la ropa, las joyas y la belleza; él sólo encuentra placer mandando”. En parte, por una cuestión generacional, porque la dictadura lo hizo imposible, ninguno de los ex presidentes anteriores –Alfonsín, Menem, De la Rúa, Duhalde– abandonó la presidencia después de dos décadas ininterrumpidas (del 10 de diciembre de 1987 al mismo día de 2007) al frente de un Poder Ejecutivo nacional, provincial o municipal. No se puede frenar en seco un auto que viene acelerado a fondo. O, siguiendo el ejemplo de la inercia –que explica la resistencia de un cuerpo a cambiar su estado de movimiento al de reposo–, la misma fuerza ejercida para que un vehículo desarrolle velocidad se trasladaría a los pasajeros quienes saldrían despedidos ante una frenada brusca. Los pasajeros podrían ser Cristina, sus aliados y colaboradores o todos los ciudadanos, según cómo se lo quiera ver. La inercia no sólo podría resultar útil para comprender la incontinencia de Néstor Kirchner sino tantos otros fenómenos de nuestra economía como la inflación, el valor del dólar, las retenciones, la convertibilidad o el corralito.
Si el diagnóstico fuera que lo que sucede políticamente hoy en la Argentina obedece a un síndrome de abstinencia del ex presidente a la adrenalina, se podría atribuir lo mucho que ha hecho el Gobierno para agigantar el conflicto con el campo hasta convertirlo en una crisis institucional a la espiralización de errores originados en los problemas de encuadre que padece un piloto acostumbrado a sentir en el volante que aferra a sus manos el territorio político que atraviesa, cuando pasa a navegar con una consola de instrumentos que le devuelven reconstrucciones virtuales de ese mismo territorio.
Pero existe otra posibilidad, más inquietante aún, de encontrar una lógica a las seis carpas kirchneristas frente al Congreso: la condena al ostracismo del vicepresidente Cobos cuando más lo necesita y el pedido a los diputados de que “pongan lo que tienen que poner” para que las retenciones móviles salgan aprobadas por el Congreso “sin tocar una coma del proyecto enviado por el Gobierno”. O a que la semana anterior no se haya suspendido el acto en Plaza de Mayo después de que Cristina anunciara el envío del tema al Congreso, que su primera conferencia de prensa haya sido justo horas antes de que su esposa hablara por cadena nacional y que utilizara a D’Elía como vocero. Y así sucesivamente a los hechos de cada una de estas quince semanas donde la constante ha sido profundizar en la dirección –por lo menos a los ojos de una mayoría– incorrecta. Y esta lógica sería que en realidad no se quiera solucionar el conflicto porque lo que se busque sea, precisamente, el conflicto.
La historia es prolífica en ejemplos de guerras iniciadas bajo la justificación de una causa explícita pero cuyo móvil oculto era cohesionar el frente interno y recuperar una misión que legitimara a los conductores, una vez que la que les dio origen se cumplió o agotó. El kirchnerismo de 2003 a 2007 realizó el mandato (en sus propias palabras) de “sacar al país del infierno” de la anormalidad económica pero probablemente no quiera sacarlo de la anormalidad institucional con la cual el Gobierno se ha manejado con tanta eficacia y hasta se sienta confortable. Quizá tampoco sepa sacar al país de la maraña de subsidios cruzados que ha ido creando. Si así fuera, no tendría tanto que perder.
Néstor Kirchner dijo: “Sin ceder (a los ruralistas y caceroleros) tal vez choquemos, pero habremos demostrado que estábamos en lo cierto”. Y recurrentemente usa el ejemplo de Perón de 1955 diciendo que “si hubiera cedido a las presiones habría ganado unos años más de gobierno pero no habría perdurado en la memoria del pueblo”. Ese análisis tiene más en cuenta al líder que al país y sus habitantes porque no mide los beneficios, entre tantos otros, que habría significado que el orden constitucional no se rompiera o la sociedad no quedara fragmentada durante algunas generaciones.
Dividir para cohesionar y polarizar para fortalecer la propia identidad son tácticas ancestrales. En las páginas de este diario Horacio Verbitsky explicó que el antiperonismo está más vivo que el peronismo, y José Pablo Feinmann dijo que el “gorilismo” de las cacerolas lo acercaban, contra su voluntad, al peronismo nuevamente.
Si la confrontación alineara a la tropa y a la clase media le quedara un resabio de gorilismo, podría tener sentido que la simbología del peronismo atávico, que Néstor Kirchner descartó por obsoleta al comienzo de su presidencia, conjuntamente con un discurso clasista sobreactuado, pudieran ser utilizados con el fin de provocar. En ese caso, tampoco carecería de sentido que haya sido con el mismo fin que Néstor Kirchner dijera: “Los del campo hacen machismo de la puerta para afuera porque adentro los manda la gorda que tienen en casa”, o Cristina Kirchner, que la clase media es incapaz de entender lo que le conviene, o la soja es un “yuyo que crece solo” y tantas otras frases más por el estilo.
Si –como hace el agitador– lo que se buscara es provocar, muchos de los hechos que parecen disparatados, circenses y producen vergüenza ajena, para usar los términos más repetidos durante la última semana por el público, pasarían a cobrar un sentido, aunque el mismo fuese equivocado.