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vanidades

La madre total

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Admiro por definición a quienes saben comprender la infancia. Fue por eso, al menos en parte, que me impactó tanto Refugiado, la última película de Diego Lerman. Los miedos, las ganas, las esperables debilidades, la sorprendente fortaleza de un chico de pocos años, se plasman en Refugiado con una conmovedora sintonía.

El drama se precipita por un hecho de violencia doméstica: una paliza brutal del padre a la madre, que la obliga a la partida y a la indefinida fuga. La madre escapa, con el hijo, de un terror que no deja de acecharla. Se va de la casa en la que el peligro perdura, ahí donde el hombre descontrolado la lastimó y hasta puso en riesgo su embarazo. Se va, víctima y heroína, resuelta y desbordada, con fijeza y con aturdimiento.

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De ese drama surge otro, acaso menos visible, a lo largo de Refugiado. La madre da por sentado, no se sabe en base a qué, que al hijo en la vida con ella sola le basta. Escapa llevando a ese hijo consigo tal y como lleva al otro, que no ha nacido, dentro de sí: bajo una misma vocación de ser su mundo entero. No sólo lo aparta del padre, que ha sido violento con ella y entraña por ende una amenaza extendida; también lo saca de su casa y de sus cosas, del colegio y de sus compañeros, de su ropa y de su entorno. Luego lo va a sacar también del refugio en el que consiguió acomodarse y de la hermosa amistad de niños (ésa que sólo es posible entre niños) que en ese sitio él supo encontrar y cultivar. También lo va a sacar del amparo que la Justicia le procura, para poder ser su único amparo.

Lerman cuenta, a un mismo tiempo, las dos historias: la de la protección y la de la desprotección de ese chico. La madre pretende ser todo para él y le impone, sin darle respiro, la presión de ese absoluto. Lo hace por angustia, por supuesto, lo hace por desesperación. Hay otras que lo hacen, en cambio, por vanidad o por ignorancia, y el daño en ese caso es mayor.