Hay palabras que resuenan como látigos en los oídos de cualquiera y que, por la violencia que implican, revelan un lugar de enunciación abominable que bien podría caracterizarse como fascista si no fuera el lenguaje mismo el fascista, porque opera discriminando, separando y jerarquizando.
¿Qué significa “ser hijo de”? ¿Qué clase de herencia involucra el nombre del padre y cómo atravesar esa instancia de definición del propio ser y del lenguaje?
Recuerdo la serie Boss (no estoy seguro de que haya sido programada en Argentina) en la que un padre (el alcalde de Chicago), de una maldad metafísica y sobrecogedora, entregaba a su hija (que lo proveía clandestinamente de las drogas que él necesitaba para disimular el progresivo deterioro de su conciencia, efecto de una enfermedad neurológica degenerativa) a los medios de comunicación, a los servicios sociales y a la cárcel para recuperar unos porcentajes de simpatía política.
La misma maldad, podría decirse, que sufrió Sofía Gala (dueña de esa cualidad misteriosa y paralizante de quienes están más allá de las palabras, por su belleza pero, sobre todo, por su ángel) cuando su madre decidió entregarla a la voracidad de los programas de televisión, acusándola de “desubicada” y amenazándola con aplicarle un “correctivo”. Sé que no fueron ésas las palabras que se dijeron, pero son las mismas que correspondería aplicar en este otro caso, con el mismo resultado: lo que traen y llevan esos nombres es la pura maldad, desnuda y a todo dispuesta.