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POR QUE MESSI, EL QUE TODO LO PUEDE, NO PUEDE HACER MILAGROS CON ARGENTINA

La melancolia y el piano de Jarrett

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“Es cierto que raramente confiamos en aquellos que son mejores que nosotros.”
Albert Camus (1913-1960); de su novela “La caída” (1956)


Hay equívocos extraordinarios. El 25 de enero de 1975 en Colonia, Alemania, Keith Jarrett grabó en vivo un concierto que la crítica de inmediato elevó al Olimpo de los mejores álbumes de la historia del jazz. Una obra maestra, una improvisación sublime que vendió millones en todo el mundo. Pero veamos qué opina el autor sobre su admiradísima obra.
“Ni me hable del Köln concert. Es espantoso. El piano era horrible y yo me sentía mal esa noche. No sé por qué a la gente le gusta. En realidad, me duele que muchos me conozcan sólo por ese disco”, le confesó al musicólogo Diego Fischerman. Wow.

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Jarrett había pedido un Bösendorfer 290 Imperial, “el” piano de concierto, pero el personal técnico del Cologne Opera House se confundió y puso sobre el escenario un Bösendorfer más pequeño que alguien vio entre bambalinas. Grave error. Afinación imperfecta, agudos quebrados, graves débiles, pedales que fallaban. Un horror. Jarrett tocó igual, con un humor de perros y haciendo todo para disimular las fallas. Y el concierto… fue un éxito histórico.

Manfred Eicher, fundador de ECM Records, lo explicó de este modo: “Tocó así porque no tenía un buen piano. Como no pudo enamorarse de su sonido tuvo que encontrar otras maneras de sacarle lo mejor. Y vaya si lo logró”. Su genio convirtió la falta en virtud. Hace cuarenta años que el mundo ama un disco que Keith Jarrett odia. Vaya paradoja.

¿Existirá alguna final ganada que Messi deteste, si tal cosa es posible? ¿Alguna en la que, íntimamente, sepa que, pese a la copa en alto, no entregó todo; sintió cierta desidia, hartazgo, o tropezó con el piano malo de Jarrett? Hoy, descansando con su familia en el Caribe, ¿se sentirá en paz, aun con el dolor de la derrota, porque se siente seguro de haber dejado el alma en la cancha?  

Mi tema es Messi, ese misterio; no Jarrett. Pero así son los textos, uno cree dominarlos y suele ser al revés. Messi, por cierto, no incomoda a la crítica conservadora tocando de pie, tarareando mal lo que sus dedos frasean maravillosamente. Pero, en tanto genio, también indigna a muchos –cuando no gana, claro– cada vez que camina la cancha como distraído, ausente, o hace la estatua mientras los otros juegan.

Defecto o estrategia. Nadie lo sabe hasta que irrumpe como un rayo, pelota al pie, listo para atravesar la materia, su especialidad. Tal vez ése sea el secreto –pocos reparan en ese detalle porque a Messi se lo juzga desde la perfección, como a una máquina– que le permite jugar siempre, todos los partidos, sin salir nunca.

Discutir a Messi, un superdotado, es ridículo. Pero sí podemos preguntarnos lícitamente –con la misma perplejidad que él mismo debe sentir en cada final perdida– por qué le resulta tan difícil repetir con la camiseta nacional lo que en su Barça es una rutina.

Respuestas políticamente correctas sobran. Allá lo rodea una selección mundial, juega con un estilo desarrollado durante años en La Masía y los árbitros no permiten las feroces cacerías que aquí son moneda corriente. Además, armar un buen equipo, más allá de los nombres, no es tarea fácil, se necesita tiempo, y Martino, como todos, es más un seleccionador que un entrenador: hace lo que puede para imponer su idea. Bla, bla, bla. Todo cierto. Pero todavía sigue siendo increíble que quien tenga a Messi no gane nunca. Y eso pasa.
¿Por qué? Porque Messi improvisa como nadie, pero no compone. Necesita una estructura que lo arrope y que le permita salir, para romper con todas las reglas de la lógica. Pero el equipo hace años que no aparece. A veces brilla, deslumbra; pero de pronto duda y se derrumba. Tiene un buen lejos, como un adolescente bien trajeado. Pero de cerca se le nota el acné, la torpeza, la inseguridad.
A veces lo buscan a Messi con desesperación.

Otras, lo dejan solo, como un turista sin guía. Lo que es fatal, porque sin la pelota se melancoliza, se pierde. Es el síndrome del extranjero. Messi, diría el entrañable Cabral, no es de aquí, ni es de allá: es del mundo globalizado, un no-lugar. No es fácil vivir así, pese a tanto oro. Basta de ensañarse con él, muchachos. No parece pero es un ser humano, demasiado humano.

En la final de la Copa –que terminó empatada en cero, por si alguien lo ha olvidado– la crítica vio mejor a Chile porque supo neutralizar el juego de Argentina. Pero ese equipo formateado para el ataque feroz llegó poco y nada y fue Argentina quien tuvo las mejores chances. Si Higuaín metía esa última bola, era la gloria y no Devoto. Ay.

Messi y Martino se conocen y sienten esta idea de juego como propia. No está mal como inicio, sobre todo si recordamos al pobre Sabella reculando en pleno Mundial. El tema, ahora, será elegir un buen elenco para rodear a nuestro genio puro, sin pasión, sin excesos. Y buscar las variantes que, es verdad, faltaron en Chile.

¿Y si entraba Tevez como mediapunta, por detrás de Higuaín, con Lavezzi (Di María, sano) y Messi en un audaz 4-2-3-1? Me hubiese gustado verlo. Pero tal vez era lo que Chile necesitaba para meter su estocada. Quién sabe. Hablar ahora es fácil.

¿Por qué el mejor de todos no se pone el equipo al hombro? Porque no puede. Messi es, técnica y emocionalmente, un solista. Un virtuoso. Dirigir la orquesta es responsabilidad de Martino. No de ese chico de mirada triste que lloraba sin consuelo en el micro, luego de la final perdida.

Confiemos en el talento. En el de Messi y en el de la nueva generación que asoma. ¿Perdimos por penales? Mala suerte. A mejorar el guion y la puesta. Porque siempre es preferible una mala obra representada por buenos actores que la mejor pieza interpretada por mediocres.

No lo digo yo, eh. Lo dijo Schopenhauer, un alemán talentoso aunque un poquito amargo que igual la rompía hace años, en Defensores de la
Voluntad.