En el siempre hospitalario y atractivo festival de Valdivia se presentaron O futebol, del español de origen brasileño Sergio Oksman, y El rastreador de estatuas, del chileno Jerónimo Rodríguez, dos películas sobre el mismo tema que representan modos opuestos de entender el cine.
En O futebol, Oksman viaja a San Pablo durante el Mundial de 2014 para cumplir un pacto que ha hecho un año antes con su padre: ver juntos todos los partidos del torneo. Hace poco, el rumano Corneliu Porumboiu hizo algo parecido: grabó la conversación que él y su padre mantenían mientras miraban un viejo video del clásico Dinamo-Steaua en el que Porumboiu padre había sido el árbitro. Mientras el sonido era el de la charla, la imagen correspondía a los noventa minutos del partido. El ingenio y la máxima simpleza del dispositivo servían de testimonio simultáneo del amor filial del realizador, de la época de la dictadura de Ceaucescu y del propio juego. La estrategia de Oksman, en cambio, es mucho más alambicada. En la película no hay imágenes de fútbol, padre e hijo no ven los partidos ni en el estadio ni por televisión y las inscripciones en la pantalla con la fecha y el nombre de los equipos que juegan ese día están allí como un señuelo: en realidad, a los Oksman no les interesa demasiado el fútbol, pero al cineasta le viene bien el Mundial para ordenar el retrato de alguien que le resulta un desconocido al que no ve hace veinte años, con el que nunca tuvo demasiado trato y cuya salud, lucidez, situación económica y capacidad afectiva son tan precarias que hasta se muere durante el rodaje.
O futebol es una película cruel, chata y poco sincera. A Oksman le interesa exhibirse como cineasta con planos cuidados y un guión cuadriculado que le sirve para ajustar cuentas con el padre mostrando su decadencia y su soledad con el desarrollo del torneo como fondo. Pero ya se sabe que a los críticos les gustan las películas lúgubres y prolijas y por eso O futebol ha recibido múltiples elogios.
El rastreador de estatuas, en cambio, es una película casi secreta, tal vez por tan ser pudorosa y personal. Rodríguez estructura su relato alrededor de la inhallable estatua de un neurólogo portugués que el padre le mencionó un tiempo antes de morir. Pero esta ausencia se transforma en una búsqueda que se ramifica hacia las memorias perdidas, los cambios que no dejan huellas, los exilios que producen un doble desarraigo, la imposibilidad de preservar el recuerdo de los seres queridos. Es como si el mundo estuviera gobernado por un desgarrador mecanismo de amnesia generalizada que el cine no puede combatir, porque su megalomanía se ha plegado a la idea de que la memoria ha de ser obligatoria, colectiva, definitiva. En cambio, Rodríguez hace una película privada, compleja, de un humor soterrado que juega con la falsedad de lo real y la verdad de la fantasía como lo hacía Raúl Ruiz, a quien sus compatriotas parecen querer repudiar en cada nuevo estreno. El rastreador de estatuas es de una originalidad rara, de esa que a los críticos les cuesta asimilar porque encuentra su sentido a medida en que se filma y se edita en lugar de estar terminada de antemano. O futebol y El rastreador de estatuas se exhibirán en próximos festivales argentinos. Véanlas y comparen. Después seguimos discutiendo.