COLUMNISTAS

La minuciosa historia

“Así se escribe la historia”, suele decirse con tono sentencioso y a veces hasta apocalíptico. No sé cómo, pero puedo imaginar a sesudos señores de barba y de gorguera (me da por ahí), inclinados sobre librotes y mamotretos y pergaminos y mapas desvaídos y papelotes amarillentos tratando de averiguar si la batalla de Schosttembrucker se libró a las tres y cuarto o a las cinco menos diez de la tarde de ese fatídico 9 de febrero en el que hacía un frío bárbaro.

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“Así se escribe la historia”, suele decirse con tono sentencioso y a veces hasta apocalíptico. No sé cómo, pero puedo imaginar a sesudos señores de barba y de gorguera (me da por ahí), inclinados sobre librotes y mamotretos y pergaminos y mapas desvaídos y papelotes amarillentos tratando de averiguar si la batalla de Schosttembrucker se libró a las tres y cuarto o a las cinco menos diez de la tarde de ese fatídico 9 de febrero en el que hacía un frío bárbaro. Es que la historia se escribe justamente así: batallas, imperios, invasiones, genealogías, ejércitos, reinados, guillotinas (pueden ser horcas o fusilamientos), tratados, traiciones, más batallas y más reinados desde hace vaya a saber una cuándo: no tanto como Neanderthal pero si me apuran, casi. La verdad, díganme si no es cierto. Pero ahora es cuando yo pregunto: ¿y la gente? ¿Qué hacía la gente mientras tanto? Las mujeres amasaban el pan y parían hijos. Los varones roturaban la tierra y los Scrooges contaban las monedas de oro y los chicos desobedecían a sus padres y los maestros trataban de meter en las molleras de sus alumnos el abecedario y el dos más dos son cuatro. Los frailes decían sus oraciones, los carpinteros clavaban ataúdes, los médicos practicaban sangrías, los cirujanos sacaban muelas, los taberneros aguaban el vino y algunos locos desperdigados por ahí tañían las cuerdas de instrumentos extraños, cantaban, sí, cantaban, y hasta componían versos (pequeñas frases una debajo de la otra hablando de cosas como unas trenzas rubias, la luna, el olvido, las heridas que les infligían los dioses y las fuentes en las que se bañaban las ninfas y se miraban los jóvenes bellos y vanos).

Voy a hacer una generosa concesión, de buena y dadivosa que soy: de vez en cuando a alguien se le ocurrió, se le ocurre sobre todo en estos tiempos, escribir la historia de esa gente. Esa. La gente que no libraba batallas ni conquistaba territorios ni cortaba cabezas ni fundaba genealogías ni se oponía a los dictados del gobierno o del papado (que también era gobierno, claro), ni levantaba estandartes o banderas ni proponía ir a Catay por el oeste ni escudriñaba el cielo a ver si la tierra se movía o si era un pedrusco más en lo negro del universo. Y entonces nacen la historia de las mujeres, la historia de las comidas, la historia del vestido, la historia del dinero, la historia de los esclavos, de los pobres, de los campesinos, de las maestras, de los relojes, de los menestrales, de los artistas, sí, por qué no, de la vida diaria, y hasta la historia de la historia y de los historiadores.
Me he leído algunas de esas historias. Cuando era aún muy niña leí los tres tomos de la Historia de la vida diaria. En Grecia, en Egipto, en Roma (no en ese orden). Eran tres librotes encuadernados en una tela rugosa, con ilustraciones a color en la tapa y a tinta en el interior. Me enteré de un montón de cosas y me conté historias fabulosas que sucedían en Tebas y en la isla de Cos y al lado del Coliseo hacia la derecha frente a una de las puertas que daban a las celdas de los gladiadores. Supongo que no eran historias muy eruditas, pero eran enormemente atractivas y tenían eso que tienen los grandes libros: le daban al lector, la lectora que era yo, lugar para que entrara a su gusto y recorriera los subterráneos de las pirámides, las plazas de Atenas, los vericuetos de las calles de Roma por las que algún día pasaría don Julio César (cuando, ya de adulta y creyendo haber superado todo eso, pisé la Via Apia, me dio como una descarga eléctrica que empezó en la planta de los pies. Caramba, me dije, pisé el mismo lugar que pisó don Julio alguna vez).
Pero lo que yo quiero decir y no termino de decirlo es lo siguiente: qué pensarían esos personajes, los de los imperios y los de los bajos menesteres, si algún día por obra de las diosas de flamígeras cabelleras, se levantaran de la tumba y pasearan por la peatonal, por ejemplo. No es una pregunta ingenua. Ya se la hizo doña María Angeles Durán que es una persona mucho más sabia que yo, y se contestó con todo un libro: Si Aristóteles levantara la cabeza. Qué pensarían no digo Aristóteles, qué pensarían mis abuelas si vieran que compramos comida hecha, que tiramos los pañuelos descartables, los envases de la leche (ellas, que esperaban al lechero que llegaba con sus dos vacas y cuatro terneros y ordeñaban en la puerta), que salimos sin sombrero, que no vamos de visita, que no recitamos ni tocamos el piano cuando hay invitados, que, en fin, tampoco sabemos que estamos manejando la historia.

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