Evangelio”, que proviene del griego, significa en ese idioma “buen mensaje”. De algún modo imperceptible, las palabras cargan en sí no sólo con el significado que les reconoce el diccionario, sino también con su significado original y con el significado que les confiere su historia.
Tal vez el PRO (¿o Duran Barba?) sea muy consciente de ello. Y, como si la palabra “evangelio” hubiese cifrado ocultamente el sentido de su estrategia victoriosa, los discursos festivos que el domingo ofrecieron los tres representantes del PRO –luego de la ventana de recato que exige la ley para no pregonar el boca de urna (no hay que olvidar la desilusión de Pinky cuando el boca de urna la daba por ganadora, pero el escrutinio se lo negaba)– se armonizaron en sintonía “evangelizadora”.
En alguna medida y de manera ampliamente metafórica, los tres discursos se construyeron edificando una liturgia de carácter político con reminiscencias religiosas. Y, sólo en ese sentido, compusieron algo así como los segmentos de un oficio ceremonial.
La primera que se enfrentó con la audiencia fue Gaby Michetti, quien reconoció –con dignidad y bonhomía– el triunfo de su adversario en la interna. Como en el Gloria de la misa, la voz de Gabriela convocó a un tiempo a la fe en el proyecto y a la alegría de pertenecer al partido. “Todos tenemos que estar orgullosos de esta elección”, afirmó con el énfasis propio del creyente, sin abstenerse de destacar “la iluminación de los ciudadanos” que ha permitido “que nuestra democracia porteña crezca”, aludiendo a una luz superior o espiritual.
El discurso de Horacio Rodríguez Larreta –triunfante, aunque tibio– se ubicó a medias entre una Acción de Gracias y una Liturgia Penitencial. Por un lado, se ocupó explícitamente de agradecer a ese gran “equipo de tres millones de vecinos” (como rezan los afiches del PRO) y a los que los acompañaron. Pero también les dio las gracias a los que no los votaron, por señalarles los errores y “por mostrarnos que todavía nos falta mucho por hacer en esta ciudad”. Marcándoles la cancha a los oficialistas, que suelen no reconocer sus equivocaciones, su mea culpa resulta en definitiva consistente con la postulación a jefe de Gobierno: si todo estuviera hecho, su proyecto carecería de atractivo.
Pero el plato fuerte de la noche, como era de esperar, fue el discurso del presidenciable Mauricio Macri. En una nube de cotillón PRO –papelitos, globos de colores–, con los temas de Tan Biónica de fondo y un baile por momentos frenético y por momentos espasmódico (una especie de guiño a su feligresía, que espera esa danza en la que el líder se burla de sí mismo), Macri concertó, admonitorio, el momento trascendental de la Comunión: “Los argentinos nos necesitamos… Hagámoslo juntos”. Y remarcó ese “juntos” ecuménico como si lo dijera todo con mayúsculas.
Sin embargo, la clave de su arenga estuvo en otra parte. Cual un predicador en su parroquia –y hasta con cadencia pastoral, a qué negarlo–, Macri (o Mauricio a secas, como suelen llamarlo sus seguidores) distinguió la misión de los fieles discípulos que se enfrentaron en la contienda. Y lo hizo con una frase que revela la estrategia: “Ellos supieron llevar su mensaje de futuro con alegría”.
Y es que, en efecto, para el partido ganador en las PASO de la Capital –que ya empezó a proyectarse hacia las nacionales–, el triunfo se fundó en el “buen mensaje”. Aun cuando ni Gaby, ni Horacio, ni Mauricio hayan pronunciado la palabra “evangelio”.
*Doctora en Lingüística.
Directora de la Maestría en Periodismo
de la Universidad de San Andrés.