En 2001 yo conducía un programa de televisión que se emitía por canal 7 donde entrevistaba a escritores y académicos. Ante la visita a la Argentina del célebre historiador francés Roger Chartier, la entrevista tuvo lugar en el hotel donde se alojaba, cerca de Retiro. Mientras los técnicos ubicaban las luces y las cámaras en un gran salón con muebles Luis XVI, el historiador y yo nos sentamos a esperar. Chartier me preguntó entonces de qué íbamos a hablar. Le dije que me interesaba hablar del papel de la mujer en la historia del libro, es decir no sólo a partir de cuándo las mujeres, en Europa, comenzaron a escribir, sino también cuándo comenzaron a leer. Chartier me respondió, pero de inmediato me llamó la atención que había echado mano de un pequeño papel blanco que había sacado del bolsillo y se había puesto a escribir unos símbolos que yo nunca antes había visto. No era taquigrafía, porque la hubiera reconocido; más bien se parecían a esa serie de símbolos un poco azarosos que uno garabatea cuando habla por teléfono.
La conversación fue tomando un derrotero aleatorio y hablamos de muchas cosas, entre ellas del problema en que van a encontrarse los historiadores del futuro cuando ya no cuenten con hojas escritas de correspondencia. Según Chartier el avance de internet y del correo virtual va a provocar un caos en la investigación futura cuya gravedad todavía es difícil discernir. “¡Claro!”, dije yo entonces, “¡a fin de cuentas los correos no son más que empresas de transporte!”. Chartier, que habla un español impecable y castizo, me señaló con el índice y dijo: “¡Muy interesante eso!”.
Y nunca dejaba de garabatear esos signos raros, todos con aspecto de cuadrado o triángulos: cuadrados partidos a la mitad, cuadrados con una cruz en el medio, triángulos inconclusos, triángulos concluidos... Cuando los técnicos terminaron entramos en acción, nos sentamos y comenzamos la entrevista. Y como habíamos hablado de aquello hacía un rato le pregunté por el papel de la mujer en la historia de la literatura. Yo notaba que Chartier no dejaba ahora de mirar cada tato el papelito que había escrito y que ahora tenía delante, sobre la mesa. Por algún extraño mecanismo, la conversación que habíamos mantenido hacía apenas media hora fue repitiéndose puntillosamente. Al punto que llegado un momento me vi obligado a repetir: ““¡Claro, a fin de cuentas los correos no son más que empresas de transporte!”, a lo que Chartier, por segunda vez, señalándome con el dedo, respondió: “¡Muy interesante eso!”
Al terminar le pregunté qué era eso que había estado escribiendo durante toda la primera charla y él me explicó que era un sistema mnemotécnico que había inventado junto a tres compañeros de facultad, a mediados de los 60. Era infalible, me dijo, y ellos eran los únicos cuatro que lo usaban en el mundo.