Monrovia es la capital de Liberia, hoy gobernada por George Weah, uno de los grandes futbolistas de la historia. Pero como ocurre con muchas ciudades del mundo, hay una o más con el mismo nombre en los Estados Unidos (por ejemplo, hay nueve París). Monrovia, la de Liberia, se llama así en honor a James Monroe, quinto presidente americano. Pero también en su honor se llaman la de California, con sus 36 mil habitantes, y la de Indiana, donde viven poco más de mil según el censo de 2010.
La última película de Frederick Wiseman se llama Monrovia, Indiana y se vio en el reciente Festival de Mar del Plata. En sus films anteriores, Wiseman retrató instituciones tan variadas como una comisaría o una universidad, pero creo que nunca se ocupó de un pueblo como tal. Su dispositivo cinematográfico es muy simple y, sin embargo, él es el único que puede utilizarlo, como si fuera un animal domesticado que solo responde a su amo. Consiste en filmar durante muchas horas y editar durante más tiempo aun. A esa aparente obviedad, Wiseman le agrega algunas ideas originales: sus películas tratan de dar cuenta de cómo funcionan las comunidades (en un sentido variable de tamaño y circunstancias), y para eso coloca la cámara en los lugares reveladores, sin hacer entrevistas pero dejando que los personajes hablen entre sí como si nadie los filmara. Para los propósitos de Wiseman, no importa en absoluto que la cámara esté presente en una misa, en una charla de bar o en un debate en el consejo municipal.
Pero ¿qué tiene en particular su Monrovia? No mucho que la diferencie de otros pueblos rurales del Medio Oeste, con un 92% de población blanca, protestante y relativamente próspera. Aunque tampoco hay tantos pueblos así ni tantos condados como el de Morgan en los que los votos por Donald Trump en 2016 fueran más del 75%. Los monrovians no son clase media empobrecida, ni se quedaron sin empleo, ni ven en los inmigrantes una amenaza (no hay donde encontrarlos por allí). Más que una particular adhesión a Trump (en 2012, los republicanos sacaron el 70%), el resultado electoral revela un conservadurismo profundo, radical e inconmovible. Aunque Monrovia está a solo cuarenta kilómetros de Indianápolis, la capital del estado, su homogeneidad, su tranquilidad y su modo de vida la aíslan de los conflictos de la vida moderna: ocupados en sus tareas, entretenidos en diversiones como mejorar la casa, ir a los bares, seguir los deportes o disparar armas de fuego, los personajes de la película viven en un mundo estrictamente contemporáneo, pero de algún modo escindido del tiempo. Con un promedio de edad mayor a la media, reconocen que al pueblo le vendría bien un crecimiento, pero ponen todas las trabas que pueden para evitar que llegue más gente. En ese contexto, no es extraño que la religión ocupe un lugar importante. En el final, Wiseman filma la ceremonia funeraria de una anciana y luego su entierro. El pastor es de una elocuencia notable y se refiere a la muerte como un tenue, delicado pasaje entre la vida y un más allá sin preocupaciones. El paraíso que les promete a los creyentes no se diferencia demasiado de lo que sus fieles vivieron de este lado y la película nos enfrenta con la paradoja de que algo tan ajeno pueda ser tan conmovedor.