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La muerte, de Montaigne a Bullock

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El cine tiene una cualidad extraña, que es la posibilidad de que el espectador haga dialogar en su cabeza las películas que le toca ver. El domingo pasado fui a la Sala Lugones donde daban tres cortos de Jean-Marie Straub en el marco del Doc Buenos Aires. Basados respectivamente en textos de Montaigne, de Pavese y de Kafka, los tres hablan de la muerte. El de Montaigne, leído en el francés del siglo XVI, es luminoso y sereno: mientras la imagen de su estatua nos sonríe, el autor cuenta cómo lo aplastó un caballo y utiliza esa pequeña anécdota para discurrir sobre la relación que tenemos con el dolor, la enfermedad y el sueño. El método Straub permite (si no estamos fatigados o distraídos, porque exige una concentración máxima) penetrar en la literatura o en la música con una potencia que la lectura o la escucha no alcanzan. Pero viendo los otros cortos, se me ocurrió que Pavese y Kafka, a principios del siglo XX, tenían frente a la muerte una actitud más trágica y más desesperada, pero algo menos directa.

Esas semana vi dos películas del siglo XXI y se me ocurrió que tal vez ya no sea posible hablar de la muerte con esa familiaridad. Y eso que en las dos películas la muerte está presente en cada instante. Eso es evidente en Gravedad que si tuviera alguna verosimilitud haría morir diez veces a los protagonistas. Lo es menos en Blue Jasmine, donde Woody Allen habla aparentemente de otra cosa: de la división de la sociedad entre pobres tontos, pero cariñosos, por un lado, y ricos desalmados, pero bien vestidos por el otro. Sin embargo, tanto sobre el director como sobre los personajes planea la vieja amenaza de Scott Fitzgerald acerca de la imposibilidad de redención en las vidas americanas. El virtuoso exceso en las actuaciones (una especie de brechtismo inverso) evita que la película sea un sermón, pero a medida en que Woody Allen envejece, más parece preguntarse a través de sus personajes si eso (sexo y dinero, en definitiva) es todo lo que hay: en sus películas la muerte deja ese sabor amargo por anticipado, como en su otrora imitado Bergman.

Vuelvo sobre Gravedad. Es una obra maestra, que proporciona los momentos más placenteros del cine reciente: con extraordinaria inteligencia, Alfonso Cuarón construye una película de suprema elegancia con dos actores carismáticos y el principio de acción y reacción en el vacío. También porque Gravedad, un film en el que se flota como en el líquido amniótico, donde no hay malos y los enemigos son la naturaleza y el destino, es una vuelta de tuerca sobre el gran sueño de Hollywood que es abolir la muerte mediante actos absurdos. La ingeniería espacial y el cine son las dos empresas más inútiles –pero más fascinantes– que han emprendido los americanos con su particular forma del internacionalismo, que en la película se expresa delante y detrás de la cámara (Cuarón es mexicano, la esperanza de salvación de los protagonistas son los rusos y los chinos, las religiones se confunden). En Gravedad el espacio arrulla al espectador, mientras que las citas de otras películas le recuerdan que el sueño absurdo del cine americano tiene una historia y un sistema cuyo corazón es el profesional al que no le importa que afuera, en la supuesta vida real, la gente sea tan infeliz como en Blue Jasmine.

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