COLUMNISTAS

La muerte está puertas adentro

En un contexto en el que no hay hipótesis de conflicto con los países vecinos, las cuestiones de seguridad se entremezclan con la política. Para el autor, ésta es la causa de que aflore el miedo, tal como lo demuestra la muerte de Alberto Nisman.

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El Estado tiene dos funciones primordiales. Una es la de garantizar la vigencia y la aplicación de las leyes. La otra es la de tener el monopolio del uso de la fuerza contra la eventual violencia de los privados. Si estamos de acuerdo con estas condiciones para la existencia de un Estado, no tenemos aparato estatal en la Argentina. Lo que no quiere decir que haya desaparecido sino que está en crisis, y en una crisis que no es de legitimidad sino de operatividad, y que no tiene nada de transitoria.

Cuando esto sucede la incertidumbre es normal y la inseguridad se hermana con el miedo. Las fuerzas de seguridad en la Argentina han colapsado hace tiempo. Se ha dicho repetidas veces que la Policía Federal fue corrompida en sus mismos fundamentos durante la dictadura del Proceso al estar bajo el mando de Ramón Camps, y someter a los detenidos a vejaciones, torturas y muerte. Se ha repetido que desde ese momento la policía no se reeducó para cumplir con sus tareas específicas que son la del cuidado del orden público, de la vida y de los bienes de los habitantes.

También se han señalado los aspectos siniestros de la Bonaerense en tiempos del menemismo en los que Eduardo Duhalde era gobernador. La mano dura y la complicidad con dineros espurios asociados con distintas formas del delito –el asesinato de José  Luis Cabezas– han caracterizado desde hace años a esa fuerza y nunca han podido mejorar su comportamiento a pesar de todos los cambios y licenciamientos que se han hecho.
Y por último, la designación del general Milani, el desmantelamiento de la estructura de la vieja SIDE y el desplazamiento de sus miembros, han dado lugar a una guerra entre los servicios que ya se cobra sus primeras víctimas.

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Los servicios de Inteligencia en nuestro país están destinados a espiar a los argentinos, y de éstos, a los adversarios del poder. Del mismo modo en que sucede en los regímenes policiales y en las dictaduras, se señala a la gente peligrosa para los intereses de quienes mandan, pertrechados como están con las armas además de la protección política de las que disponen para perseguir, presionar, o matar.

Nuestro país no tiene hipótesis de conflicto con países vecinos, pero sí tiene un dispositivo de espionaje montado para seguir la conducta de sus habitantes, y que en este momento ha diversificado la oferta de materiales y fue en busca de nuevos clientes.

Lo curioso es que aun así, cobijado por el dinero, el poder y el secreto, crímenes y masacres perpetuados hace más de veinte años queden impunes y nada se sepa de la llamada conexión local. Se podrá hablar de la pista siria o de la pista iraní, pero jamás se habla de una pista argentina.
Por eso se equivoca la Presidenta cuando le resta importancia al tema del encubrimiento y de los encubridores, porque sin complicidades nacionales y agentes internos, jamás se podrían haber puesto las bombas en la embajada de Israel y en la AMIA.

Nuestra ciudadanía es testigo de una tragedia de enredos que se inicia cuando quien investiga es cómplice de los culpables. Embarrar la cancha, afirmar una cosa y desdecirse al día siguiente, multiplicar las hipótesis, crear expectativas y desorientar a la opinión pública con un infinito de probabilidades, armar una novela con un nuevo capítulo cada día, hasta llegar al agotamiento por saturación sin hallar un solo culpable, todo hace presagiar que sucedido el día 18 de enero debería repetir la historia con la consiguiente resignación de todos y cada uno de quienes quieren saber la verdad.  

Alberto Nisman no se mató, fue asesinado. No sabemos cómo. Nada tiene que ver con un suicidio. No hace falta consultar la agitación esquizoide del Facebook de la primera mandataria para corroborarlo. Si seleccionáramos un ejemplo histórico por todos conocido, nadie podría decir que el fundador de la filosofía se suicidó al ser condenado por subversivo al afectar determinados intereses de los atenienses. Nadie se suicida por subversivo ni nadie se mata por el mero hecho de acusar a quienes mandan. Son los perjudicados por sus acciones quienes lo sentencian a muerte. Sócrates fue sentenciado a envenenarse. Lo que se llama “suicidio inducido” es una de las formas del asesinato, y nada tiene que ver con la decisión individual de quitarse la vida por considerarla insoportable.

Otro aspecto de la crisis que vive el Estado nacional es lo que acontece con el Congreso. Nuestro poder legislativo al no cumplir con las funciones a las que está destinado, deja que la violencia y la arbitrariedad se expandan sin obstáculos y que se generen situaciones de gran dramatismo. El memorándum con Irán fue votado a mano alzada sin discusión seria, prolongada, minuciosa, profunda.

Un Congreso no es un cuartel en el que baja una orden y los súbditos obedecen sin dudar, discutir, interrogar. Y me refiero al partido gobernante, al Frente para la Victoria, que le hace un grave daño a la democracia al repetir este mecanismo durante años.

Los representantes del pueblo han sido elegidos por pertenecer a instituciones democráticas llamadas partidos políticos. No puede haber Congreso democrático sin partidos que permitan la discusión interna, que tengan mayorías y minorías, tendencias disímiles, y que junto a una conducta de compromiso y lealtad respecto de los principios partidarios, éstos no incluyan el diálogo para que las decisiones surjan por diferencias que se han consensuado por un acuerdo entre partes.

El verticalismo es un peligro para la República porque hace depender las medidas que comprometen la vida de cuarenta millones de argentinos en un puñado de personas que acompañan a una jefa o jefe. Usa los votos para proteger el interés corporativo de un grupo de políticos.

Y esto se ha demostrado en nuestro país, y se ha verificado una vez más con este memorándum, que más allá del secreto bien guardado de sus intenciones y transacciones, ha sido un fracaso, y lo ha sido por ineficiencia, falta de elaboración, aventurerismo político, y arbitrariedad entre monárquica y despótica.

Pasó con Malvinas, lo mismo pasa hoy.

El oficialismo dice que nuestro sistema judicial está podrido. Que los medios de comunicación están podridos. Pero no han sido periodistas ni jueces los que han matado de una u otra forma a Nisman. La Presidenta señala que lo que ha ocurrido es confuso y siniestro. Totalmente de acuerdo, lo que es realmente temible, es que también lo sea para ella. Gran envergadura se le ha dado a los servicios de Inteligencia sin que hayan podido “impedir” que se le dispare  un balazo a un fiscal un día antes de que se presente ante los congresales con las pruebas que quería aportar. Impedir o concretar, no lo sabemos.

Por supuesto que hay interrogantes. No entendemos el apuro del fiscal, esa urgencia por presentar documentos que involucran a las máximas autoridades, la interrupción de su viaje, la no comunicación al juez, su exposición mediática. Claro que hay interrogantes, para comenzar, nada sabemos de las razones por las que se entablaron negociaciones con un país acusado por nuestra máxima autoridad ante la ONU de matar a decenas de ciudadanos argentinos. Tampoco sabemos por qué fracasaron los acuerdos e ignoramos  la causa por la que en nada se avanzó en lo estipulado por el memorándum. Todo es encubrimiento, nuestra política exterior se basa en el encubrimiento. Nuestra diplomacia es de encubrimiento, y disimula su torpeza con bravuconadas que se justifican con la palabra soberanía.

La posición de Nisman respecto del atentado a la AMIA, hace rato que está en discusión. Ha sido cuestionada por organizaciones de familiares de las víctimas como la que representa Laura Ginsberg, que siempre ha denunciado todos los encubrimientos que ocultan a la conexión local. La fundadora de Apemia sostiene que el Estado argentino es un estado terrorista que actúa como tal con la complicidad de sucesivos gobiernos. Si esto fuera cierto estaríamos a merced de cualquiera que empuñe un arma. Una situación así parece no tener salida. No podemos desdeñar a todos los resortes institucionales. Descartar  –como lo hace esta tremenda y ejemplar luchadora por la Justicia– en la investigación del crimen de la AMIA, de la Embajada y del fiscal, a lo que pueden hacer la Corte Suprema, algunos fiscales, ciertos jueces, es una declaración de que nuestra sociedad es invivible.

Ese extremismo parece una lucha abierta por la verdad y al mismo tiempo es una renuncia o un último recurso cuando todo está perdido. Lo que sí es cierto, es que en más de treinta años de democracia, quien ejerza el derecho a la opinión, investigue o denuncie casos de corrupción o sospeche de delitos mayores, en nuestro país, si lesiona a quienes tienen poder, está en peligro. No sólo peligro de difamación, de extorsión, sino de muerte también.

Nosotros no necesitamos que alguien se atreva a burlarse de un dios o de un profeta para ser amenazado o eliminado, basta que tenga la audacia de desafiar una autoridad política.  “Que nadie se atreva”, “que nadie se anime a tocarla”, no es una frase delirante, es parte de nuestro sentido común y del lenguaje forjado en la historia que todos conocemos y que ha sido montada meticulosamente estos últimos años.

Toda esta realidad va más allá de la solidez de las denuncias de Nisman. Y bastante más allá de las disquisiciones sobre su salud mental. Respecto del funcionamiento del cerebro y la mente de los argentinos, los tomógrafos de nuestros sanatorios no alcanzarían para diagnosticar alteraciones en el estado de millones de neuronas de la dirigencia nacional y de sus voceros. Por algo la disciplina y sus expertos están de moda.

Irán está lejos. Siria está lejos. Nosotros somos una comunidad constituida por cercanías. Nosotros somos los que encarnamos el mayor peligro para nosotros mismos. La “maravillosa” década del setenta y sus consecuencias durante el gobierno militar, muestran lo que pueden hacerle unos argentinos a otros. Durante los noventa del menemismo, la acción mafiosa siguió siendo eje determinante de nuestra política. Se cobró innumerables víctimas, entre las que se contó el mismo hijo del presidente.

En nuestro país nadie violó las fronteras para cometer un crimen. Nadie entra a casa sin que le permitamos el acceso. Pero esta vez, en el caso de la muerte de Nisman, ni siquiera fue necesario hacerlo. Se hizo fuego –como dicen los peritos– puertas adentro, con diez custodios encargados de protegerlo y con la presencia de un secretario de Seguridad para dar el primer testimonio de lo acontecido, ¿o fue para diagramar su encubrimiento? Aunque hasta eso salió mal.

*Filósofo.
www.tomasabraham.com.ar