COLUMNISTAS

La necesidad de confiar

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Una presidenta festeja su propio y destacado rol ante la historia y traza una supuesta línea fundacional que podría resumirse en Perón-Néstor-Cristina. En paralelo, una multitud sale al encuentro de un puñado de fiscales cuyos rostros –salvo alguna rarísima excepción– eran desconocidos minutos antes de la multitudinaria concentración. La primera escena ocurre en la inauguración de una planta atómica –algún observador recordará, no sin malicia, que es la tercera vez que la jefa de Estado corta la misma cinta– a cien kilómetros de la capital del país. La segunda transcurre en pleno centro del poder, es una compacta línea humana que va desde el Congreso Nacional hasta la Casa Rosada. Para aumentar el contraste, durante la autocelebración presidencial hay un sol espléndido. En cambio, para los centenares de miles que han decidido acompañar a los anónimos funcionarios judiciales, se ha desatado un verdadero diluvio. Alguien dirá entonces que “Dios sigue siendo peronista”. Del otro lado, no faltará quien recuerde que en las postales del día más importante de la patria “también llovía”. 

 Argentina no es sólo un país dividido por posiciones políticas enfrentadas, sino también por la percepción de la realidad. Es como si alguien hubiera trazado una frontera entre mundos que no se tocan. Y ni siquiera se miran. Es curioso cómo se puede vivir en paralelo dentro de una misma geografía. Ya hace varios años que la maquinaria oficial de propaganda, una poderosa red compuesta por diarios, radios, canales de televisión, servicios de inteligencia y centros de acción psicológica, narra un cuento donde reina la felicidad suprema.

Del otro lado, la percepción es exactamente la contraria. Una enorme sensación de desdicha invade a quienes observan la degradación constante de las instituciones republicanas, acceden a cifras que poco tienen que ver con las que ofrecen las reparticiones públicas, miran con espanto cómo se ha generado una poderosa “nomenclatura” de millonarios inmorales que se apoderan de la renta pública y sienten cada vez mayor asfixia por los recortes que va sufriendo la iniciativa individual. El Gobierno los llama, despectivamente, “la Opo”. Son “destituyentes”. “Golpistas”. Y, en los últimos días, además: narcotraficantes, apropiadores de bebés y antisemitas.

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Las dos dimensiones de la realidad argentina venían conviviendo –malamente– desde hace años. A los codazos, podría decirse. Pero, mientras circulaba cada una por su carril, se podía soportar. Era cuestión de no cruzar a la vereda equivocada. Sin embargo, nadie podía suponer que ese sistema de equilibrios duraría para siempre. Todos temían –temíamos– que alguna vez alguien podría atravesar la delgada línea de lo soportable. Generalmente, eso sucede cuando la muerte entra en escena. Y eso ocurrió de la manera menos imaginable hace apenas un mes. En pleno verano, cuando, vaya uno a saber por qué, Argentina suele enloquecer.

Los hechos se suceden de manera vertiginosa. Según nuestras costumbres. Un hombre, hasta ese momento casi anónimo, se presenta en sociedad. Se llama Alberto Nisman. Venía de investigar, curiosamente por encargo del Gobierno, el mayor atentado de la historia nacional. Y había descubierto –según aseguró, sostenido en pruebas contundentes– que quienes lo habían contratado eran en verdad los encubridores de ese horrendo crimen.

El país no sale de su asombro. De fondo suenan la primeras escuchas, una pequeña muestra de lo que el investigador judicial dice poseer. Tipos de cuarta que hacen diplomacia paralela y firman, en nuestro nombre, pactos con el diablo. Entran y salen, según cuentan, de los despachos oficiales. Esas voces lesionan el sentido común, lastiman el orgullo nacional. Somos de cuarta, parecen confirmar.

Ya se sabe cómo sigue esta intensa historia. El fiscal del caso AMIA apareció con un tiro en la sien. Y de golpe, su nombre se transformó en símbolo.

Impotencia, frustración, dolor. Todo eso se puso en marcha el 18F. “Vi gente que quiere creer en la Justicia”, dijo la ex mujer del hombre que una imponente multitud acababa de convertir en bandera. Que bien podría ser leído como: hay personas que sienten la imperiosa necesidad de confiar en alguien. Probablemente sea una buena síntesis de lo que anhela esa parte de la sociedad a la que el poder sigue empeñado en desaparecer del relato y a la oposición le cuesta expresar. Un país que hace silencio para que alguien empiece a escuchar. Ahí estamos.

*Periodista y editor.