La política es, en buena medida, un asunto relativo a los equilibrios entre distintos factores de poder que inciden en el destino de una sociedad: los partidos políticos, la burocracia del Estado, las empresas, los sindicatos, los militares, la Iglesia, los medios de prensa. Los sindicatos son muy poderosos en algunos países y no en otros. El poder de las iglesias en muchas partes está declinando, lo mismo que el poder de los militares. El poder de los empresarios es siempre materia de preocupación y de discusión. El poder de la prensa se supone que crece en todas partes, y por eso muchos gobiernos buscan desesperadamente controlarlo. En definitiva, la salud de una democracia parece reposar en el poder de los partidos políticos, a los cuales normalmente se les concede la representación institucionalizada de los ciudadanos en las decisiones del Estado.
Cuando funcionan, los partidos disponen de un poder que está en alguna medida disuelto en la ciudadanía. Eso no ocurre con los otros factores de poder. Por eso se piensa que una democracia es más robusta cuando los partidos políticos son fuertes y representativos, que esa es una condición para un Estado democrático capaz de ejercer un control legítimo sobre los otros factores de poder.
El problema de las democracias de nuestro tiempo es que los partidos políticos se están debilitando en todas partes. Ya hace unas cuantas décadas que en Estados Unidos se habla del peso cada vez mayor de los candidatos en detrimento de los partidos, un fenómeno en gran medida potenciado por el creciente poder de los medios de prensa y la profesionalización del marketing político. Ese fenómeno en Estados Unidos parece nada comparado con el que tiene lugar entre nosotros. En un reciente trabajo, el colega y comentarista político chileno Carlos Huneeus analiza –y se alarma–por el creciente debilitamiento de los partidos políticos en Chile, con graves peligros para la calidad de la democracia en su país. Su enfoque se centra en la deserción de numerosos importantes dirigentes de muchos partidos que los abandonan, debilitándolos.
En la Argentina conocemos ese tema sobradamente. En los últimos diez años, por ejemplo, gran parte de la dirigencia de la UCR abandonó su partido. Antes había ocurrido lo mismo en otros partidos. Pero más dramático es lo que ha ocurrido con la ciudadanía. En 1983, por ejemplo, el 75 por ciento de la población argentina se sentía cerca de algún partido, esto es, o estaban afiliados o se declaraban ‘simpatizantes’ de alguno; en 2007 esa proporción apenas supera el 15 por ciento. En otras palabras, los partidos pueden haber perdido dirigentes pero, sobre todo, se vaciaron de ciudadanía. Los votantes fueron entonces detrás de candidatos sin la mediación de los partidos. ¿Influidos por quién? Esa es materia de discusión. Muchos opinan que por los medios de prensa; otros –quien esto escribe entre ellos–, que más allá de la influencia posible de la prensa, que se potencia en ausencia de la mediación de los partidos, lo relevante es que otros factores de poder acrecientan su capacidad de influir en las decisiones de gobierno y, a veces, también se hacen cargo de una representación simbólica de la ciudadanía, una representación que por definición es ‘no democrática’. En el caso argentino, el poder de los militares y de la Iglesia ha ido declinando, pero no así el de los sindicatos y el de algunos sectores empresarios; de tal manera, algunos sindicalistas ejercen más poder que algunos ministros y mucha gente cree ver en el sector agropecuario algo así como un partido político.
Es posible que las múltiples causas que alejan a los ciudadanos de los partidos sean las mismas que alejan a los dirigentes. Entre ellas, es importante el anquilosamiento de las cúpulas partidarias, su transformación en élites cerradas, insensibles a los datos de la realidad. Las realidades cambian, las sociedades son dinámicas; cuando los partidos no acompañan esos cambios, se van convirtiendo en corpúsculos extraños a esos flujos dinámicos que dan vida a las sociedades. Una vez que los dirigentes y los ciudadanos se van de los partidos, no siempre vuelven a encontrarse en otro sitio. El balance de las decisiones políticas simplemente se desplaza a otros lugares que no están institucionalizados; los dirigentes pueden encontrar otro lugar, pero los ciudadanos se quedan en su casa o en la calle. Por eso el resultado final es un debilitamiento de la democracia.
Una democracia vigorosa requiere partidos más fuertes. Eso no resuelve todos los problemas de este mundo, pero es un piso para una buena calidad de la vida social.
*Sociólogo.