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La noche de la música

Cada solsticio de verano Francia celebra un rito muy poco comentado: la Fiesta de la Música.

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Cada solsticio de verano Francia celebra un rito muy poco comentado: la Fiesta de la Música. Ola de calor en Normandía, hace 34 grados a las once de la noche y el sol se pone finalmente. Salgo de trabajar con mis actores y cuando les pregunto qué me va a pasar en esta fiesta sólo recibo cinismo elaborado. Aparentemente se trata de un permiso que se toman los franceses para salir a la calle, en familia o en plan punk, con alcohol o en plan abstemio, para cantar de cualquier forma hasta dormirse.

A una de mis actrices le han robado el teléfono; trata de hacer la denuncia en la comisaría de Caen y le informan que hoy no, porque cierran. Es por la música, le dicen, y con eso lo explican todo. Habrá mucha gente por ahí: borrachines, desacatados, familiones.

Salgo a las calles contrariado. ¡Si fuera en la Argentina habría choreo organizado y sistemático! Voy dispuesto a actuar el turista forzado y lleno de sarcasmo. Pero de golpe cambio de idea: no hay por qué interpretarlo todo todo el tiempo. Grupos de ancianas cantan gospels afroturísticos ante las iglesias y bailotean como seguramente casi nunca, jóvenes hacen picnic y amplifican Michael Jackson en sus iPhones sobre el pasto del castillo que data de 1060, una banda de chicos de primaria tocan teclado, bajo, guitarra y batería y cantan algo electropop mientras sus padres ya venidos de otra época aplauden fuera de ritmo y en órbita lejana.

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Es el horror: ¡es la tan temida alegría ajena! Cantar mal, cantar sanamente a voz en cuello, cantar más alto que otros y dejar que se mezcle todo en el intento. Les envidio lo despreocupado de esta diversión, como si la breve alegría de la noche más breve del año los librara de pensar que la civilización está por extinguirse.

Tal vez se extinga, sí, mas no será por culpa de la música. Lloro en silencio, yo soy el único culpable. Con pasaporte argentino, a donde quiera que vayas llevarás melancolía y desconfianza. Por eso, supongo, lloro entre la música humana e infinita.