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La noche de los tiempos

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En el western Los siete magníficos un pistolero dispuesto a morir por una causa noble se lanza contra una banda de  malhechores que le disparan y lo abaten. El se retuerce en el piso, malherido, y cuando están a punto de liquidarlo se endereza, se pone un cigarro en la boca y espera. El gesto es tan desatinado y heroico, trasunta una especie de suprema ironía (además del aviso publicitario subyacente de que la aspiración del humo del último cigarro representa el último verdadero placer que un condenado se lleva a la tumba), que el líder de la banda se acerca y le enciende el cigarro (¿hay un rasgo de bondad en la maldad absoluta? ¿Es el demonio un servidor involuntario de la causa del bien?). El pistolero da dos o tres pitadas, se inclina sobre sí mismo y cae. Lo dan por muerto. De pronto, el pistolero se endereza. Con la brasa del cigarro ha encendido la mecha de un cartucho de dinamita que lanza contra los malhechores. La idea convencional del bien es que el mal se redime aniquilándose en su propio acto. En la película, curiosamente, tanto es redimido el pistolero que se sacrifica como el jefe de la banda de malhechores que le concede su última voluntad viciosa: fumar.

Ahora bien, ¿cuál es la redención para la manga de pelotudos adolescentes que en Villa Gesell atacaron y golpearon porque sí y sacrificaron a voluntad a un inocente, pateándole la cabeza para “probar que podían matar”? En algún momento de su historia, las religiones antiguas –en el fondo, todas lo son: restos de la ignorancia y el temor primitivos que en el cruce con la cultura ascienden a los cielos de la teología– sustituyeron el sacrificio humano por el animal. En cambio, estos rugbiers, manada de semiágrafos en busca de un objeto móvil de destrucción, resultan una evidencia más de que ese proceso de sustitución se está invirtiendo, que estamos volviendo a la noche de los tiempos.