En periodismo, hay una auténtica grieta –insalvable, por otra parte– entre la intención profesional de acercarse en la mayor medida posible a la verdad al tratar un material informativo o plantarse deliberadamente en una impostura alentada por intereses de cualquier naturaleza. En el primer caso, se trata de arrimarse a lo que se entiende por objetividad. En el segundo, de volcar los datos a favor de una u otra postura de manera espuria.
Hablemos de objetividad. En otros tiempos, la palabra formaba parte indisoluble de los preceptos éticos que deben regir esta profesión. Hoy ya no es así porque se ha probado una y otra vez que la impronta personal –ideológica, teñida con lo que cada periodista lleva en su interior– ejerce una influencia importante en el resultado final de la labor periodística. O sea, su formato de transmisión a los verdaderos destinatarios, cual son lectores, audiencias, la gente. Nadie, en su buen juicio, puede evadirse del mandato interior que lo lleva a informar de una u otra manera. Por tanto, es imposible lograr la objetividad plena cuando se aborda un tema. Y más si ese tema está construido en el corazón de una crisis, un conflicto de intereses, una confrontación política, económica, social, religiosa.
Quiero dejar de lado el tratamiento deliberadamente tendencioso porque este sí no resiste análisis alguno. Es repudiable, motivo de condena y generador de pérdida de credibilidad para el periodista que lo consuma y el medio que lo cobija.
Elijo, en cambio, quedarme con la cuestión de la objetividad o lo subjetivo de la conducta profesional. En estos días en los que la virulencia entre las posturas que sustentan el Presidente y su vicepresidenta ponen al país en un estado de angustia, asombro y desolada pérdida de ilusiones, ¿habrá periodista que se abstenga de aportar su opinión cuando trata cada uno de los dramáticos pasos de la última semana poselectoral? Me inclino a opinar que no, que se dan en este sentido inclinaciones personales que no se suman necesariamente a una u otra postura: en verdad, lo que nos pasa a quienes ejercemos este oficio es la misma angustia que afecta al conjunto de la sociedad. Y esto es un valor agregado a lo que ofrecemos a nuestro público.
Alonso Palacios Echeverría, un catedrático graduado en Ecuador, Panamá y los Estados Unidos, conductor de El País digital de Costa Rica (Elpaís.cr), escribió que “es más honesto partir de la base de que nadie es neutral y no seguir alimentando el mito de que un periodista, o el periodismo en general, los medios de comunicación en general, son neutros”.
El ineludible referente sobre ética periodística Javier Darío Restrepo, fallecido el año anterior, dijo en uno de sus intercambios con el consultorio ético de la Fundación Gabo que la objetividad clínica y total es prácticamente imposible en un periodista, aunque sí podemos aspirar a un valor superior: la honestidad en nuestros artículos. “Como punto de partida –sinceró Restrepo–, hay que aceptar el hecho real de que la objetividad total es imposible. Y debo agregar otro adjetivo: es pretencioso creer que uno puede ser objetivo. Y esto porque la verdad absoluta está fuera del alcance de los humanos. Lo real es que el humano siempre está empeñado en la búsqueda de la verdad, sin alcanzarla”. En verdad, lo que en otros tiempos se consideraba intocable, la objetividad, se ha desplazado hacia otros dos términos a tener en cuenta; uno, la imparcialidad: mi opinión existe, pero no se la entrego a ninguna de las fuerzas en pugna porque de esa manera sí estaría volcando el fiel de la balanza y privilegiando mi opinión por sobre el resto; dos, equilibrio para mostrar todas las caras del conflicto, de la noticia, de los protagonistas, sus hechos y sus dichos.
El lector de PERFIL debe saber que por ese andarivel transitan las páginas de este diario. O, al menos, de la mayoría de ellas.