La cantidad de pobres que viven en la Argentina ha estado en el centro de la semana económica a partir de los dichos de la Presidenta, cuando recibió el premio de la FAO que comparte con Menem y De la Rúa. Cabe recordar que dicha distinción ha sido otorgada al país, por nuestros avances en la lucha contra el hambre, durante los últimos 25 años.
Está claro que el hambre es una de las dimensiones de la pobreza pero, por supuesto, es una muy limitada.
Justamente, tanto en la Argentina como en la mayoría de los países menos desarrollados, la medición de pobreza se hace tomando en cuenta una canasta de bienes, principalmente alimentos.
Construida la canasta, se calcula el dinero requerido para comprar dicha canasta a lo largo del tiempo, y quienes tienen ingresos inferiores a ese monto, son considerados pobres. En los países desarrollados, como Alemania o Dinamarca, teniendo en cuenta que “todos tienen para comer”, la calificación de pobres, pasa por otro cálculo. En efecto, en esos países, se considera pobre a todo aquél cuyo ingreso es inferior al 60% del ingreso promedio.
En la Argentina, el Indec ha dejado de publicar los datos de pobreza (medidos contra la canasta de bienes), en el 2013. Pero como en el 2014, devaluación y descontrol monetario mediante, los precios de los bienes de la canasta aumentaron bien por encima del 40% y los ingresos de la población de menores ingresos no, es fácil deducir que la pobreza ha estado creciendo. (Aun cuando la desaceleración del aumento del precio de los alimentos de estos meses haya aliviado, en parte, la situación.)
Las comentadas son sólo una forma de medir la pobreza. Lo que importa, en este sentido, es que manteniendo la forma de medir constante a lo largo del tiempo se puede tener una idea de su evolución. Si mejora o empeora la situación.
Existen, además, otras mediciones menos primitivas, que incluyen aspectos de las condiciones de vida de la población que van más allá de si pueden comer o no. En ese caso, se toman en cuenta elementos tales como el acceso a la salud, a la educación, el tipo de vivienda, si se recibe o no agua potable, etc., etc. Esta medición más amplia permite obtener un mapa más comprensivo de las condiciones y calidad de vida de la población de un país y vincularlas con la idea de desarrollo humano.
Y es aquí donde quisiera detenerme y poner énfasis en un punto crítico en torno a la pobreza, que es la capacidad que tiene alguien considerado pobre, en esta definición más amplia de condiciones de vida, para “salir de pobre”, para progresar en la escala socioeconómica.
Y ésta, a mi juicio, es la dimensión en dónde realmente estamos fallando los argentinos.
¿Qué oportunidades y condiciones ofrece el país, para que alguien que nace pobre, pueda progresar y vivir mejor que sus padres o sus abuelos?
Esa es la clave. Durante décadas, la Argentina fue una sociedad donde gracias principalmente a la educación se podía progresar. Pero no sólo gracias a la educación. La estabilidad de la moneda y la inserción en el mercado de capitales global de la primera mitad del siglo pasado también permitían el acceso al crédito de largo plazo, lo que se traducía en crédito hipotecario para la vivienda, o en crédito abundante y de largo plazo para la inversión, en especial de empresas medianas y pequeñas.
Es decir, existía un entorno que permitía a las distintas generaciones acceder a mejores trabajos, a una vivienda o a comprar una maquinaria para progresar.
Los sucesivos gobiernos (el actual es sólo una desafortunada exageración) destruyeron, salvo en breves lapsos, la moneda, y con ella la oferta de crédito de largo plazo. Se fue deteriorando la calidad de la educación pública, ampliando la brecha entre quienes acceden a educación de calidad, en particular en la escuela primaria y secundaria, de aquéllos con menores recursos, que no pueden hacerlo. En síntesis, los pobres tienen menos oportunidades para acumular capital humano y capital físico.
En ese contexto entra a jugar la “suerte”. Ir a una buena escuela pública, que todavía gracias a sus maestros y directores las hay, o ganarse el sorteo para conseguir un crédito para la vivienda.
Para el resto de los pobres sólo queda el consuelo de ver gratis el fútbol o recibir un subsidio mínimo. Mientras tanto, el jefe de Gabinete se burla de las mediciones mostrando su ignorancia y desprecio.