Nunca supe bien qué entender como “vacaciones”, porque mi trabajo es bastante fluido en cantidades y se distribuye parejamente, sin distinción de estaciones. Ahora mismo, cuando se supone que debería estar disfrutando de un merecido descanso, sé que tengo que preparar las clases que tendré que dar este año, decidir a qué congresos asistiré y a cuáles no, involucrarme o no en proyectos editoriales que, por más interesantes que sean, tal vez me quemen la cabeza cuando llegue el momento de llevarlos a cabo. Además, mis emplazamientos laborales me impiden considerar ciertas actividades asociadas con el relax veraniego como tales: leer, para mí, es un trabajo, que disfruto mucho, pero trabajo al fin.
¿Qué serían unas buenas vacaciones? ¿Un corte radical con la vida cotidiana tal como la sobrellevamos el resto del año? Una empresa semejante implicaría abandonar todos mis hábitos (los buenos y los malos) e irme solo a alguna parte (a la vuelta de la esquina, aunque fuera). Pero soy gregario y necesito de la manada. ¿Experimentar cosas nuevas? En algún viaje he visto cómo las personas se entregan a actividades insensatas como el snorkeling, que yo detesto. Siempre prefiero, en vez de intentar hacer algo para lo cual no tengo ninguna disposición y ningún afecto, quedarme en el barco, charlando con la tripulación, para quienes el snorkeling es un trabajo.
A lo mejor, a mucha gente le pasa lo mismo y no encuentra la manera de salirse de sí durante una semana o dos, para ver qué pasa: olvidar los titulares de los diarios, las obligaciones cotidianas, los afectos más sólidos, las expectativas de los demás.
Había una obra de teatro y película que se llamaba La fiaca: nos alertaba sobre el peligro de no poder salir del estado de atonía existencial. Tal vez por eso no vacaciono del todo: me da miedo no poder volver. No, me da miedo saber que a nadie le importaría demasiado mi defección.