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La palabra en la boca

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El otro día sonó el teléfono en mi casa: era Sergio Massa el que me llamaba. Me sorprendió porque, con la santa excepción de mi madre, a mí nadie me llama nunca. Me encontró de casualidad, debo decirlo, porque no tolero estar en mi casa y escapo de ahí apenas puedo; pero transcurría penosamente una tarde de domingo sin fútbol, y en las tardes de domingo sin fútbol yo caigo en depresiones profundas.

Era Massa: me saludó. Me dijo que no tocaría el tema de la inflación ni tampoco el tema de la inseguridad (trampita de la denegación porque, para declarar que no hablaría de esos temas, no hizo sino traerlos a colación). A continuación pasó a desearme felices fiestas, que ojalá la pasara con los míos, algo agregó acerca de un país mejor, en nombre suyo y el de su familia.

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Yo converso asiduamente tanto con kirchneristas como con antikirchneristas; más para el disenso que para el acuerdo, por esa mala costumbre que tengo de llevar siempre la contraria. Con unos y con otros dialogo y discuto, de todos aprendo, con todos me formo. Me es más difícil, sin embargo, lo confieso, entenderme con los que se pasan de un lado al otro así como así: pegan el salto a la grieta y se cruzan sin mayor problema, cubiertos por la pretensión de carecer de una auténtica ideología política o, tanto peor, careciendo de ella de verdad. Como parecen no pensar nada y se limitan al pragmatismo y la fraseología hueca, es decir al cinismo y la tontera, es más ardua la conversación, o más vana en todo caso.

Me disponía a comentarle estas cosas a Sergio Massa, ya que con tanta gentileza me llamaba. Pero no pude. Apenas acabó de expresarme sus tan buenos deseos navideños, sin hacer ni tan siquiera una pausa ni darme tiempo a nada, cortó la comunicación. El sonido inconfundible del tono de ocupado me hizo saber que me había dejado solo. Con la palabra en la boca, como suele decirse, o más bien con la boca abierta.