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La pena

Chorear choreaba desde los doce. Y más chico también, pero al principio miraba nomás. Mi hermano Checho me llevaba en una cupé Fuego azul que tenía. Subíamos varios: el Marce, el Cuqui, la Gata, el Tani. Casi siempre por Matanza. Cositas chicas, de atraco fácil.

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Chorear choreaba desde los doce. Y más chico también, pero al principio miraba nomás. Mi hermano Checho me llevaba en una cupé Fuego azul que tenía. Subíamos varios: el Marce, el Cuqui, la Gata, el Tani. Casi siempre por Matanza. Cositas chicas, de atraco fácil. La billetera, las yantas, la moto… Autos todavía no hacíamos, pero moto sí. Moto era lindo porque nos íbamos turnando para andarla a fondo por Camino de Cintura delante de la cupé. Después el rengo del desarmadero nos daba cincuenta o cien pesos según la moto, y comprábamos unos caramelos. En esa época había blanca, más que nada. La blanca te pone muy supersónico. Salíamos de fierro duritos, ya convertidos. El escabio venía después. Porque el escabio antes te hace perder puntería. Salíamos muzarella y bien prolijos. El Checho me enseñó a salir con las yantas bien limpitas. Las yantas de morir, les decía yo. Unas Nike que parecía que brillaban. Después me las afanaron en Catán cuatro guachines. Yo me quedé piola. Por suerte no me palparon el corto. A Checho nunca le conté, le dije que las había cambiado porque se estaban rajando abajo. Mentira. Me tomé descalzo el 205 y en avenida Rivadavia me arrimé a un flaquito bigotudo que esperaba en la parada con unas Nike bien astronautas. Me le paré pegadito, así, midiéndome la pata con la de él. Cuando me dijo qué hacés, le dije perdiste, bigote, habilitá la zapatilla. Vio el corto y se quedó mosca. Un 32 corto. A veces hasta choreaba sin bala. Sin bala se puede pero solo arrebato, chiquitaje. Si pensás que puede haber alguno calzado no la podés ni mostrar sin bala. Te dejan frío seguro. Mi vieja me lo dio. Primero era mechera ella. Laburaba mucho, en Once. Nunca nos faltó nada, ni a mi hermano ni a mí, y ella se ocupaba sola, porque mi viejo estaba siempre guardado. Después se cansó de andar mecheando, se cansó de las comisarías, los empujones de los ratis. La cosa se está poniendo pistolera, Pablito, me decía. Yo era chiquito. El primo de ella le ofreció unos fierros con el número limado. Una 9 y el 32 viejo. Mi hermano se agarró la 9. A mí me tocó el 32, que al principio parecía de juguete, pero cómo reventaba lindo, cinco cohetazos. Esto es para que no los anden empujando por ahí, nos dijo. Con el Checho nos miramos. Yo lo guardaba al lado de la cama, contra la pared, envuelto en un pulóver. Lo miraba todas las noches. Después el Checho se juntó con el Tani. Fue todo muy rápido. Después yo empecé a salir con ellos. Era la segunda vuelta de Lanchita Vicio en la provincia, cuando pusieron la pena de muerte. Ahí se puso lindo. Por fin nos entendieron, decía Checho. Antes vos metías bala y te contestaban con papel y calabozo. Ahora sí estamos jugando parejo. Te daban más ganas de meter caño con la pena de muerte. Cada noche es Navidad, decía la Gata y hablaba de muertes grandes, decía: ¿cómo preferís morir, con Jésica Cirio en la cama o choreando un blindado con un AK47? Y la noche que lo mataron a Checho salió todo mal. Estábamos en una casa y el tipo atado se meó. Acuamán, lo jodía Checho. A ver Acuamán dónde está la caja fuerte. El tipo lloraba, de bronca, de vergüenza de haberse meado. Y no encontramos nada. Yo le arrimé el corto a la nuca y le pregunté ¿querés que te mate? Y el tipo hizo un ruido tan feo, un grito tapado que le salió del fondo de las tripas, que parecía que dijo sí, quería, y lo puse, blum, y ahí quedó re piola, como agradeciendo. Los demás me cagaron a puteadas y cuando salimos ya nos estaban esperando y cayó el Checho. Al lado mío, cayó. Así que no tengo miedo, porque mañana me meten la aguja y me encuentro con él. Con mi hermano.