La crisis global invita a muchos analistas ansiosos o interesados a hablar de posliberalismo o incluso de poscapitalismo, como si esta amenaza requiriera una cirugía heterodoxa. Ya con anterioridad, durante el propio siglo XX, se habían alzado voces, desde Herbert Marcuse hasta Naomi Klein, que impugnaban las presuntas condiciones alienantes de la nueva modernidad. Me pregunto, sin embargo, con casi una década de perspectiva, hasta qué punto el siglo XX no fue la centuria más apasionante, rica y tensa de la historia de la humanidad.
En el siglo XX se descubrió la física cuántica, la teoría de la relatividad, el psicoanálisis, aparecieron los aviones, los viajes interplanetarios e Internet. Se revolucionó la medicina. Se contaminaron ríos pero también se diseñó la ecología. Hubo grandes guerras pero también nacieron reglas humanitarias. La producción y la riqueza florecieron de modo geométrico. Esta presuntuosidad, que en el arte fue representada por Fernand Leger, Roy Lichtenstein y Andy Warhol, ha hecho crisis. Esa fe hoy se ha evaporado. La caída de las Torres Gemelas, símbolo de las finanzas mundiales, prenunció oscuramente el fin de una era.
Cuando el 15 de septiembre de 2008 la empresa Lehman Brothers se declaró en bancarrota, fue un cimbronazo que, según se pensó, infectaría la economía de los Estados Unidos, pero nunca se sospechó el alcance que la crisis adquiriría en los meses posteriores: el quiste se ha convertido en una metástasis. ¿Por qué? Todas las relaciones humanas se basan en la confianza, desde la amistad y el matrimonio hasta el humilde contrato que se celebra cuando un comensal se sienta a la mesa de un restaurante. El crédito posibilita un espeso surtido de consumos presentes basados en la fe de que en el futuro existirán ingresos. Palabras como crédito vienen de creer y financiero de fe. Lo que ha ocurrido en el mundo es que esa confianza se quebró: ya no se confía ni en el otro ni en el futuro. ¿Es necesario, para reconstruir esa confianza, pulverizar la inercia de progreso material que insufló fuego al siglo XX?
El mar Mediterráneo, alrededor del cual habían crecido las civilizaciones antiguas, fue el eje de circulación del comercio y de las ideas y, aun después de las invasiones germánicas, la impronta marítima del Imperio Romano continuó firme. Los productos y el pensamiento fluían entre Roma y Constantinopla, Egipto y el Asia Menor. Así, llegaban el papiro, las especias, los vinos y el aceite. El derecho romano es reconocido aún hoy como hontanar de sabiduría. Con la irrupción del islam en el siglo VII todo cambió: los mercaderes desaparecieron, las ciudades declinaron y la sociedad se ruralizó. La tierra pasó a ser la única fuente de riqueza y subsistencia. ¿A quién se podía vender si no había compradores? ¿Adónde se iba a mandar una producción respecto de la cual había desaparecido la demanda? Las condiciones se cambiaron de cuajo. Así, cada cual empezó a vivir de lo suyo, sin comercio exterior ni crédito ni comunicaciones, en un largo rellano oscurantista. ¿Para qué? Para volver, ochocientos años después, con el iluminismo, a los viejos y clásicos ideales grecorromanos.
Suponiendo que estuviéramos en la antesala de una debacle similar a la del siglo VII, ¿sería atinado un estancamiento de la ciencia y la tecnología, un nuevo predominio del campo sobre lo urbano, una reducción de las comunicaciones y de los transportes en dirección del aislamiento y, por fin, un avance de la xenofobia, la irracionalidad y los nacionalismos?
Sería insoportable que este nuevo renacimiento que debemos alentar insuma décadas, paralizado por la infructuosa búsqueda de paradigmas utópicos e indetectables. ¿La novedad, que suele encontrarse en los tachos de basura, no debería ser una revalorización problemática y matizada de todo ese complejo de fuerzas optimistas que fue el siglo XX?
*Escritor y periodista