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ensayo

La planificación del horror

Sobreviviente de Auschwitz, como narra en Mi vida (Capital Intelectual), Simone Veil dedicó su vida a luchar contra la intolerancia, a favor de los derechos de la mujer y por la construcción de la unidad europea. Responsable en Francia de la despenalización del aborto (Ley Veil), en 1979 presidió el primer Parlamento Europeo y en 2010 se convirtió en la sexta mujer de la historia que ingresó a la Academia Francesa.

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El convoy se detuvo en plena noche. Ya antes de que se abrieran las puertas, fuimos acosados por los gritos de los SS y los ladridos de los perros. Luego les siguieron los reflectores enceguecedores, la rampa de llegada. Toda la escena parecía irreal. Nos arrancaban del horror del viaje para arrojarnos de lleno en una pesadilla absoluta. Estábamos al final del periplo, en el campo de Auschwitz-Birkenau.

Los nazis no dejaban nada librado al azar. Fuimos recibidos por presidiarios que identificamos inmediatamente como deportados franceses. Estaban parados en el andén y repetían: “Dejen su equipaje dentro de los vagones, hagan una fila, avancen”.
Después de unos segundos de vacilación, todo el mundo reaccionaba. Algunas mujeres se quedaron con su cartera sin que nadie se opusiera. Rápido, rápido, había que hacer todo rápido. De repente, una voz desconocida me dijo al oído: “¿Cuántos años tienes?”. A mi respuesta, 16 y medio, le siguió una consigna: “Sobre todo, tienes que decir que tienes 18”. Luego, al preguntarles a varias compañeras tan jóvenes como yo, me enteré de que se habían salvado por haber seguido el mismo consejo murmurado en su oído: “Di que tienes 18 años”. La fila había llegado hasta donde estaban los SS, que hacían la selección con la misma rapidez. Algunos decían: “Si están cansados, si no tienen ganas de caminar, súbanse a los camiones”. Les respondimos: “No, preferimos mover un poco las piernas”. Muchas personas aceptaron lo que creyeron un signo de amabilidad, sobre todo las mujeres con niños pequeños. Los camiones arrancaban cuando se llenaban. Cuando un SS me preguntó mi edad le respondí espontáneamente: “18 años”. Así, las tres evitamos ser separadas y nos quedamos juntas en la fila de mujeres. Aunque había sido operada poco tiempo antes de la vesícula biliar y tenía secuelas de esa intervención, mamá, por entonces de 44 años, conservaba un aspecto joven. Era bella y poseía una gran dignidad. Milou tenía 21. Caminamos con las otras mujeres, las de la “buena fila”, hasta una construcción alejada, de hormigón, donde había una sola ventana, y donde nos esperaban las “kapos”, unas bestias, aunque se trataba de deportadas como nosotras y no de SS. Gritaban las órdenes con tanta agresividad, que inmediatamente nos preguntamos: “¿Qué es lo que ocurre aquí?”. Nos apuraban sin ninguna consideración: “Entreguen todo lo que tienen porque de todas maneras no van a poder conservar nada”. Dimos todo: joyas, relojes, alianzas. Con nosotras se encontraba una amiga de Niza, detenida el mismo día que yo. Ella había guardado un frasco de perfume Lanvin. Me dijo: “Nos lo van a sacar. Yo, mi perfume, no lo quiero dar”. Entonces, tres o cuatro chicas nos rociamos de perfume; nuestro último gesto de adolescentes coquetas. Después de esto: nada, durante horas, ni una sola palabra, ni un solo movimiento hasta el final de la noche, todas amontonadas en el edificio. Las que habían sido separadas de los suyos empezaban a preocuparse y se preguntaban dónde estarían sus padres o sus hijos. No entendíamos; no podíamos entender. Lo que estaba ocurriendo a unas decenas de metros de nosotras era tan irreal que nuestra mente no era capaz de admitirlo. Afuera, la chimenea de los crematorios humeaba sin cesar. Un olor espantoso se propagaba por todos lados. Esa noche no dormimos. Nos quedamos sentadas en el suelo, en una espera cada vez más angustiosa frente a lo que podía llegar a ocurrirnos. Algunas trataban de dormir en el suelo, como fuese, aunque de todas maneras no podían. Pasaron así unas tres o cuatro horas. Cada tanto, una kapo se paraba en alguna esquina de la habitación y se ponía a gritar o amenazaba a alguna de nosotras con su látigo: hablábamos demasiado fuerte, nos movíamos demasiado, o yo qué sé que otras cosas. Se habían formado pequeños grupos, las chicas más jóvenes de un lado, las más grandes del otro, y todas hablaban en voz baja construyendo hipótesis sobre un destino del que ignorábamos todo. Luego las kapos nos hicieron levantar y poner en fila, por orden alfabético, y pasamos una después de la otra delante de deportados que nos tatuaron. Inmediatamente pensé que lo que nos estaba ocurriendo era irreversible: “No saldremos nunca de aquí. No hay ninguna esperanza. Ya no somos seres humanos, somos solamente ganado. Un tatuaje no se borra”. Era verdaderamente siniestro. A partir de ese momento, cada una de nosotras se volvió un simple número, escrito en su carne; un número que hubo que aprender de memoria, ya que habíamos perdido cualquier tipo de identidad. En los registros del campo, cada mujer figuraba al lado de su número, ¡con el nombre Sarah!

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Luego pasamos al sauna. Los alemanes estaban obsesionados con los microbios. Todo lo que viniese del exterior era sospechoso para ellos; la locura de la pureza los perseguía. Poco les importaba que, más tarde, aquellas de nosotras que no morían trabajando sobreviviesen entre gusanos y en condiciones de higiene espantosas. Al llegar había que desinfectarse sí o sí. Entonces nos tuvimos que desvestir antes de pasar debajo de duchas alternativamente frías y calientes, y luego, todavía desnudas, nos pusieron en una gran habitación con gradas, en lo que era en realidad casi una especie de sauna. La sesión parecía no tener fin. Las madres que se encontraban ahí tenían que soportar por primera vez la mirada de sus hijas frente a su desnudez. Era muy vergonzante. Y el voyeurismo de las kapos, insoportable. Se acercaban a nosotras y nos palpaban como si fuésemos carne en exposición. Nos escudriñaban como a esclavas. Yo sentía sus miradas sobre mí. Era joven, morena, tenía buena salud: en pocas palabras, era carne fresca. Una chica de 16 años y medio, que llegaba desde un lugar soleado, todo eso excitaba a las kapos y provocaba comentarios. Desde entonces, yo no tolero una cierta promiscuidad física. Después de eso, pasamos a otra habitación donde nos arrojaron ropa de cualquier tipo, sacos rotos, zapatos de pares diferentes, ninguno de nuestra talla. El pretexto para no devolvernos nuestra vestimenta respondía a la misma obsesión de limpieza: no había sido desinfectada. La que nos daban, supuestamente limpia, estaba llena de piojos. En sólo algunas horas, habíamos perdido todo lo que hacía que cada una fuese lo que era. La única humillación a la que no fuimos sometidas fue que nos rapasen la cabeza. La regla, en Auschwitz-Birkenau, era que todas las mujeres fuesen completamente rapadas al llegar, lo que contribuía a desmoralizarlas. Cuando les crecía el pelo, los kapos las pelaban nuevamente. Para conservar algo de elegancia, la mayoría se ataba un pañuelo en la cabeza. Nunca supimos por qué recibimos esta exención, que de ninguna manera pudo ser fruto del azar: éste no tenía lugar en la vida del campo. Algunos se imaginaron que la Cruz Roja había anunciado una visita. Nunca nos lo confirmaron y, por supuesto, nadie vio nunca al más mínimo inspector de la Cruz Roja en Auschwitz. Sesenta años más tarde, cuando pienso en la constancia con la que la Cruz Roja Internacional se desvivió para legitimar su comportamiento en esa época, me quedo..., por lo menos, perpleja.
Igual que esta cuestión del pelo, en el campo podían ocurrir algunas otras cosas completamente incoherentes. No tardamos en descubrirlas. Por ejemplo, cuando más tarde tuvimos la oportunidad de trabajar las tres en un pequeño comando donde las condiciones de vida eran menos duras, mamá se enfermó gravemente. Ya no podía trabajar. El SS que nos vigilaba hizo la vista gorda y logró que no la revisaran en una inspección que un suboficial realizó en el comando.

Poco después, una joven polaca, un poco mayor que yo, tuvo una septicemia. Un SS fue a buscar sulfamidas al pueblo de Auschwitz para curarla y la joven mejoró.
Así transcurría nuestra existencia, en una incoherencia kafkiana. ¿Por qué esto, por qué aquello? No lo sabíamos. ¿Por qué las mujeres embarazadas tenían un régimen alimenticio preferencial, pero en general eran gaseadas después de dar a luz, mientras que los recién nacidos eran asesinados de manera sistemática?
Recientemente, un ex deportado rememoró un detalle que me dejó atónita. Por aplicación de las normas alemanas, muy estrictas en materia de prevención de enfermedades, los detenidos que realizaban trabajos de pintura tenían derecho a una ración cotidiana de leche, aunque fueran a ser asesinados al día siguiente.
El inmenso recinto de Birkenau abarcaba, además del campo principal, un campo de cuarentena reservado para los recién llegados por un período limitado, que se caracterizaba ya como un tipo de detención brutal aunque allí fuese más fácil escapar al trabajo.

En la primavera de 1944, las autoridades del campo decidieron prolongar la rampa de llegada de los convoyes para que estuviese más cerca de las cámaras de gas. Como la mano de obra del campo principal era insuficiente, la mayoría de los deportados en cuarentena, de los que formábamos parte, fuimos reclutados para esta prolongación que permitiría acelerar el despacho de los convoyes.
Cargábamos piedras y hacíamos tareas de excavación. Pero, como no pertenecíamos a tal o cual comando, a veces lográbamos escondernos durante el llamado matinal. Nuestra actitud irritaba a las más adultas, que no se animaban a desobedecer las órdenes y que temían las represalias de los SS.

*Ex ministra francesa y presidenta del Parlamento Europeo.