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Necesidad de opinar

La política y el perdón permanente

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Desde hace ya varios lustros, y en líneas generales, la dirigencia política vernácula exhibe sin pudor alguno su pobreza intelectual e intemperancia discursiva. Esta extendida combinación hace que, en no pocas ocasiones, los mensajes emitidos adolezcan del previo y necesario filtro racional.

Apelando a la demagogia y al simplismo enunciativo, algunos líderes políticos, gobernantes y funcionarios incurren, de manera simbólica o concreta, en la desmesura y el grotesco. Los casos se suceden uno tras otro.

Sin reparar en la importancia de su investidura y la gravedad de sus dichos, un expresidente de la Nación se pronuncia sobre las bondades deportivas de la selección alemana de fútbol, atribuyéndole a la población de ese país europeo una presunta superioridad racial. La atrocidad del planteo resulta indisimulable.

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A su turno, una ministra del gobierno nacional, cuya administración ostenta intolerables niveles de pobreza y marginalidad, habla sobre un tema ajeno a su cartera y, burlonamente, prioriza la posible consagración argentina en el Mundial de Qatar por sobre la impostergable baja de la inflación. Está claro: por estas tierras, utilizar la pasión popular como distracción colectiva ante los problemas no implica novedad alguna.

Por su parte, la portavoz presidencial, ideologizando la muerte y llevando al paroxismo la intolerancia propia de la polarización política extrema, asegura que las piedras ubicadas en la Casa Rosada en memoria de los muertos por la pandemia de covid-19 las puso la derecha. Es difícil saber si la periodista leyó algún ensayo del politólogo italiano Norberto Bobbio antes de realizar esa interpretación doctrinaria. Lo que sí queda en evidencia es que la combinación entre ignorancia y falta de escrúpulos es un trago éticamente indigerible.

Las recientes expresiones de Mauricio Macri, Raquel Olmos y Gabriela Cerruti, de ellos se trata, tienen un patrón común: en todos los casos, los emisores aclararon y rectificaron sus desafortunadas afirmaciones.

Más allá de la eventual condena moral, los hechos enumerados patentizan lo evidente: quizá atrapados por la ansiedad y la compulsión egocéntrica, no pocos actores políticos sienten la irrefrenable necesidad de opinar sobre todos los temas de la agenda pública. Esta patología narcisista los hace caer, recurrentemente, en la trampa de la incontinencia verbal. Para más, muchos protagonistas no quieren, no pueden o no saben cómo salir de esa espiral retórica.

En este escenario, entonces, la Argentina actual expone abiertamente un rasgo singular: en sintonía con los habituales pronunciamientos destemplados, se naturalizó la política del perdón permanente; una lógica de funcionamiento global en la cual la elite gobernante, tanto oficialismo como oposición, al no moderar lo que razona, expresa o escribe en las redes sociales, se ve obligada a volver sobre sus pasos y excusarse frente a la ciudadanía.

Esta conducta, en algún sentido, guarda relación directa con la calidad institucional y la convivencia democrática. Para decirlo claramente: si un dirigente, producto de su verborragia, descuida el lenguaje y tiene palabras injuriosas o reprochables difícilmente pueda dialogar con alguien que piensa distinto. Por esta misma razón, se tornará complejo, cuando no imposible, arribar a consensos mínimos y básicos con sus adversarios.

En consecuencia, si se tienen en cuenta la complejidad del presente y los desafíos del futuro, el país necesita de políticos que hablen menos y reflexionen más. Ese ejercicio de autocontrol, entre otras cosas, hará que no tengan que pedir disculpas todo el tiempo.

*Lic. Comunicación Social (UNLP).