El gobierno de Cristina Fernández de Kirchner sigue mostrando distintas caras. Es notorio que hasta ahora eso no la ha ayudado.
Durante la campaña electoral y en su discurso inaugural la Presidenta sugirió una matizada diferenciación de estilo con respecto a la gestión de Néstor Kirchner. En todo caso, eso fue lo que gran parte de la opinión pública registró y aceptó complacida. Aunque Néstor había completado su mandato con una imagen y una tasa de aprobación infrecuentemente alta, como todo gobierno arrastraba ya un moderado desgaste. Este provenía, principalmente, de su estilo, pero también de la tendencia creciente de la inflación unida a la insistencia del Gobierno en negarla. Cristina encarnaba la continuidad de lo que se veía exitoso y a la vez una corrección en esos dos aspectos.
El Gabinete que conformó Cristina representaba las dos caras, continuidad y algo de cambio. Los nuevos ministros que incorporó –Lousteau, Todesca, Barañao, Ocaña– y el mantenimiento de Alberto Fernández en la Jefatura, respaldándolos, eran la señal de lo que cambiaba; perfiles modernos, competentes, moderados. El grueso de los funcionarios que permanecían representaba los elementos de continuidad. El mero hecho de que los que quedaban resultaron ser más de lo esperado fue ya una señal anticipatoria de que Néstor Kirchner gravitaría en el nuevo gobierno en una medida importante. Los hechos posteriores ratificaron esas primeras señales simbólicas.
Lo que siguió no fue lo que la sociedad esperaba; fue más de lo mismo, y peor. Peor no sólo porque se frustraban las expectativas de algunos cambios alentadas por buena parte de la sociedad. También porque los problemas que el nuevo gobierno heredaba se fueron agravando y la distancia entre los problemas y las soluciones fue creciendo. La alta gravitación de Néstor fue debilitando la imagen presidencial de Cristina. No importa lo que se pensase en el Gobierno, lo cierto es que los votantes esperaban una presidenta fuerte, no un gobierno compartido. Y, para mal de males, el gobierno compartido no fue exitoso en el manejo de los problemas que fueron presentándose hasta culminar en el conflicto mayúsculo con el campo.
Preocupado por el resultado electoral de octubre, Kirchner se abroqueló en el PJ. Fracaso del Frente para la Victoria, fracaso de las listas colectoras, adiós a la concertación. (Lo sorprendente no es que el voto en Diputados y en el Senado días atrás haya reflejado eso, sino que las consecuencias no se hayan producido antes.) La conducción del PJ armada por Kirchner también dejó atrás la “nueva política” que el kirchnerismo representaba. Todo lo que ocurrió entre octubre de 2007 y julio de 2008 fue un corto adiós a lo que el kirchnerismo podía haber aportado de nuevo y significó la reinstalación de la Argentina de siempre con sus problemas de siempre. Y Cristina, que se pensaba encarnaría la etapa superadora de todo aquello, se transformó rápidamente en la presidenta del retorno al país de siempre.
Después del contraste del 17 de julio, día en que el Gobierno nacional acusó amargamente una derrota, repartiendo diatribas y acusaciones por doquier, la Presidenta ha iniciado un recambio de su Gabinete. Por lo pronto, ha perdido a su as de espadas. Todavía es prematuro extraer conclusiones de ese hecho. ¿Es el triunfo del sector percibido como afín a Néstor? ¿Es el inicio de una movida en dominó? ¿O no es ninguna de esas cosas, tal vez no más que una decisión personal de un Fernández cansado después de más de cinco años de batallar día a día?
Una señal significativa es que la designación del sucesor mantiene un perfil en muchos aspectos parecido al de quien se va y al de las primeras designaciones de Cristina cuando asumió el mando. Sergio Massa ha ganado reputación como un hombre eficiente en la gestión y moderado en sus actitudes; al igual que Alberto Fernández, no proviene de los núcleos ‘duros’ del peronismo histórico sino de otros espacios políticos independientes. La única designación de gabinete previa a la de Massa, la del nuevo secretario de Agricultura, está en la misma línea. Refrescar el Gabinete en mayor medida, emitir señales claras de depuración de personas con mala imagen pública, serían pasos fáciles para que la Presidenta recuperara puntos en las encuestas. Pero la verdad, en última instancia, no dependerá de gestos sino de resultados.
Eso es lo que sabemos. Lo que seguirá no lo sabemos.
Pero sabemos también lo que sucede fuera del Gobierno, y no es menor. Otras cosas han pasado en el Congreso de la Nación y en los elencos gubernamentales de provincias y municipios. Y en la opinión pública, que es decir en la sociedad. El país está cambiando. Pareciera que el Gobierno cree estar jugando el mismo partido iniciado en 2003. La sociedad ya pasó a jugar otro partido.
La sociedad está demandando un federalismo productivista. Es un cambio profundo en las orientaciones actitudinales de la población. Ante esto, el gobierno insiste con un discurso y con políticas distribucionistas y centralistas.
En el contexto de la crisis económica y de la inestabilidad política de años atrás, la sociedad demandaba gobierno fuerte, centralización del poder y redistribución de la riqueza. Pero eso ha cambiado, simplemente. Los gobernadores, los intendentes, los diputados y los senadores que interpretan el cambio ganan puntos; los que no, pagan un precio. La sintonía de los gobernantes con las demandas y expectativas de los gobernados es una regla de la buena política; lo era en los tiempos de Maquiavelo y lo es aún más en los tiempos de la democracia de masas. Si el Gobierno no acierta a registrar lo que está ocurriendo en la sociedad, difícilmente recuperará las posiciones perdidas, por mucho que la Presidenta eventualmente renueve su Gabinete.
Si lo hará o no, no lo sabemos. Pero eso no quiere decir que no pueda seguir gobernando.
*Sociólogo. Analista de opinión