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SUFRIDOS CONSUMIDORES

¿La propiedad es líquida o se liquida?

Estoy leyendo un libro que explica las razones por las cuales el universo tal como lo conocemos se extinguirá dentro de una bola de fuego solar en el 2012, y esto se explica, según el autor, con argumentos que incluyen campos magnéticos, ciclos cósmicos, pretericiones parapsicológicas, cambios climáticos y calendarios mayas.

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Estoy leyendo un libro que explica las razones por las cuales el universo tal como lo conocemos se extinguirá dentro de una bola de fuego solar en el 2012, y esto se explica, según el autor, con argumentos que incluyen campos magnéticos, ciclos cósmicos, pretericiones parapsicológicas, cambios climáticos y calendarios mayas. Como si este anunciado fin que nos toca justo a nosotros no alcanzara –¿y por qué, por qué el Armagedón no podría demorarse unos miles de años más?–, ahora me tocó amargarme con una noticia un tanto espectral y de orden más doméstico: hace un par de días me llegó un sobre de lo más elegante que contenía una factura prolijamente impresa con una cuenta de servicios de una empresa cuyos ídem no había solicitado. La cuenta, por fortuna, me daba cero, luego de una serie de desagregaciones cuidadosamente incomprensibles, entre las cuales se encontraba un aparato, bien u objeto innominado. Cegado por la indignación de ser a la vez un propietario inconsulto y un beneficiario de un bien abstracto, casi un cartonero de la nada, primero intenté llamar a la empresa facilitante, pero para hacerlo había que marcar un asterisco y un número que probablemente perteneciera al servicio exclusivo del objeto de mi malestar, y lo cierto es que ese servicio no era canjeable por otro, porque desde mi celular el número no funcionaba. Luego probé con la página de Internet. Infelizmente, como la burbuja de prosperidad capitalista en los Estados Unidos, la página había implosionado o estaba en construcción. Por último, traté de serenarme pensando que después de todo parecía un poco ridículo llamar en protesta por la llegada de una factura que no debía ser abonada (aunque una parte de la factura tuviera el condigno cupón de pago). Pero fue inútil. Imaginé que de aquí a un mes se deslizaría otra factura por debajo de la puerta, quizá por un valor discreto, que yo tampoco abonaría, y cuyos intereses punitorios se irían sumando progresivamente a un aumento de las cifras de lo adeudado por ese servicio fantasma cuyo valor alguien –¿una deidad antropomórfica, un dedo de mouse, una especie extinguida, un bit extraviado de una computadora desconectada?– tasaría en cifras tan caprichosas como el cero absoluto, pero siempre estratosféricas. Desde luego, la deuda sería pronto impagable, y yo me vería en la situación de recurrir a mi abogado, que no tengo, para que me protegiera de las advertencias de corte de servicio, las ofertas de reducción de deuda, las amenazas de ejecución hipotecaria. En mi situación de deudor moroso, el orden más bien improbable de la deuda adquiriría pronto la forma de la amenaza física –después de todo, como bien se ve, el sistema de cobro de punitorios se va volviendo cada vez más ejecutante que ejecutivo–, y yo seguramente debería admitir alguna clase de sentencia en mi contra, para que la vergüenza por mi estado de deudor, en ese proceso incoado contra mí, no alcanzara a sobrevivirme.
De carácter estrictamente autobiográfico, el acontecimiento narrado en el párrafo anterior, que comienza como anécdota costumbrista y deriva en progresión pesadillesca, iba a servirme de prolegómeno a una pequeña meditación sobre el destino póstumo de algunos papeles póstumos de Franz Kafka, en manos de Hava Hoffe, hija de la secretaria de Max Brod, el albacea y amigo del escritor judío-checo-alemán. Pero la introducción quedó larga. Brevemente: la señora Hava tiene en su poder los restos de una obra que cayó en manos de su mamá que tipeaba los escritos del amigo de un hombre, Kafka, que decidió que esos escritos se quemaran y que los derechos subsidiarios de la obra publicada se repartieran entre su familia (el papá, tan injustamente tratado en la carta; la vaga madre, la insípida hermana Ottla) y su última novia y enfermera, Dora Dimant. Como se ve, la voluntad de un muerto no cuenta para nada. Por otra parte, el Estado de Israel se ve impedido de entrar a la fuerza al departamento de la señora Hava, romperle la cabeza y quitarle los manuscritos para que no siga vendiendo mal los manuscritos que Kafka decía que quería quemar. Bien se ve que la señora no es un palestino. La cuestión: el Estado de Israel no quiere que esos textos salgan del país porque los considera patrimonio nacional, mucho menos que viajen a Alemania. ¿El motivo? Kafka era judío y alguna vez pensó en emigrar a esas tierras.
El enigma: ¿a quién pertenecen las cosas que se hacen?

*Periodista y escritor.