No es inculto quien reconoce su ignorancia y promete enmienda, sino el que sonriendo admite que la carencia le produce alguna clase de satisfacción. Cuando siento el asedio moral que me produce la aceptación de mis enormes baches culturales –¿y cómo no tenerlos, si los universos de conocimiento son tan vastos y tan escaso el tiempo que podemos dedicar a su recorrido?–, armo mis redes de consulta. Saber que alguien sabe no tapa los agujeros, pero al menos se puede preguntar.
Así, por ejemplo, cuando quiero averiguar algo sobre un buen autor inglés del siglo XX ya olvidado, reviso el catálogo de La Bestia Equilátera, que Luis Chitarroni dirige, y sé que allí encontraré satisfacción. Y si la consulta exige mayores niveles de precisión o de expansión, también me es dado escribirle, y el lector de esta columna no puede ni imaginarse la satisfacción que deparan las respuestas chitarronescas, plenas de acertijos, citas enmascaradas, proezas sintácticas y veladas referencias a autores de cuya existencia me desasno recurriendo luego a Wikipedia. En cambio, cuando quiero saber algo acerca de literatura norteamericana de ayer y hoy –por suerte ese universo solo tiene dos siglos de existencia, un pestañeo comparado con los 13.800 millones que carga aquel, este en el que vivimos espacialmente y que llamamos “real”–, le escribo a Rodrigo Fresán o leo las hiperkinéticas y alucinógenas columnas donde transcurren las vicisitudes de su aparente álter ego Rodríguez en las contratapas de Página/12. El asunto es que me quedé sin espacio cuando recién empezaba a entrar en tema. Será, como escribía Henry James, “la próxima vez”.