El viernes, en un homenaje visceral al Tom Jobim que todos los brasileños llevan adentro, Lula entonó su propia bossa nova proclamándose “profundamente triste” (en su idioma suena “trischi” y acaso, por eso mismo, no tan dramático) tras el dunga-dunga de los holandeses a los dirigidos por el ya renunciado ídem. Luego, en homenaje al DT que a todos los sudacas nos anima, el mandamás vecino también se confesó “atónito por el desequilibrio emocional del equipo” y, con los ojos puestos en su ex jefa de ministros y candidata a sucederlo en las elecciones presidenciales del 3 de octubre, lanzó:
—Vos, Dilma (Rousseff), vas a levantar la copa en casa en 2014 como presidenta... –reivindicando para sí, de paso, el éxito político que representa para Brasil el hecho de ser el anfitrión del próximo Mundial de Fútbol y la consecuente ventaja de no tener que pasar por eliminatorias.
Hasta el cierre de esta columna (ayer a las seis de la tarde), ningún alto funcionario del Gobierno argentino había dicho nada tras el asfixiante 0-4 propinado por los alemanes y sólo se especulaba sotto voce con que Cristina “seguramente” recibirá a los jugadores y a Diego Maradona en la Casa Rosada para estrecharlos en el consuelo de un abrazo maternal. Claro que la foto esperada era otra y, de una u otra manera, quién no llegó a ilusionarse con ella o a computarla, al menos, como una imagen inevitable de las terribles ganas con que nos dejó la contundencia de Mueller, Klose y Friedrich. Pero lo que para el conjunto de los argentinos hoy significa ni más ni menos que el fin de un sueño, en el caso del matrimonio Kirchner suma un escollo más para su estrategia de permanencia en el poder. La idea de unir el multitudinario y festivo “espíritu del Bicentenario” con una vuelta olímpica y una reelección cantada quedó en idea nomás. Siamo fuori de la copa...
Seguro no faltarán quienes, al leer esto, pretendan develar la intención oculta y malintencionada de comparar lo bien que hizo las cosas Lula (que hasta irá al cierre de Sudáfrica 2010 para tomar la posta exhibiendo una zanahoria superadora de la derrota) con cierto cortoplacismo K. Nada que ver. Ni siquiera se busca cuestionar algo que, por repetido aquí, allá y acullá, a esta altura resulta tan natural como previsible: el aprovechamiento político de los eventos deportivos, sobre todo futbolísticos, fatalmente amarrados a las manifestaciones culturales, las construcciones simbólicas y las pasiones populares. En todo caso, si bien para Brasil y para la Argentina el futuro es igual de incierto e impredecible, ellos deben prepararse para ser locales otra vez, pueden contentarse con que de última se gana y se pierde, y cargar todo el fracaso en la cuenta de Dunga. Se trata de un futuro un poquito más asequible, incluso en términos de utilización política.
La metáfora argentina es diferente. Se trata de empezar de nuevo como desde hace veinte años y ni siquiera hay fusibles cantados. Tal vez debería quedar establecido que la magia (Maradona-Messi), la garra (Mascherano-Tevez) y cierta cuota de experiencia (Verón-Maxi) no alcanzan para enhebrar un proyecto colectivo de largo plazo. La desorganización, la desinversión, el vaciamiento de los clubes, su grondonadependencia y el guerrero vedettismo de los “irremplazables” podrán armarse de símbolos y hasta estimular ensueños, pero no construyen solideces. Ayer, en Ciudad del Cabo, quien ganó por goleada fue la realidad.
Tal vez, el final de este Mundial en cuartos con la canasta llena coincida con el principio del fin de un ciclo político, por lo cual (también tal vez) deberían ser los opositores quienes asimilen más a fondo el mensaje. Así como cualquier otro DT que no fuera Maradona habría seleccionado más o menos al mismo plantel, nadie desde la vereda anti K está planteando variantes tácticas o estratégicas demasiado distintas de las que están en marcha. Más que bellos relatos épicos, andamos necesitando fundar realidades.