Subo al autobús en Madrid y, a pesar de que hace un par de días que la mascarilla ha dejado de ser obligatoria en el trasporte público, muchos pasajeros aún la llevan ocultando el rostro. Incluso yo mismo: me cuesta perder el hábito. Desde algún lugar de la conciencia algo me dice que no abandone la protección. Perdí la cuenta del número de vacunas que me han inoculado, incluso la de la gripe, pero soy renuente a meterme en un sitio cerrado como este autobús lleno de pasajeros, o en un cine. ¿Es una exageración o un acto reflejo? Tengo amigos que ni siquiera se han vacunado. Uno de ellos, artista, ha renunciado, hace poco, a viajar a Nueva York a la inauguración de una exposición de su obra ya que en Estados Unidos exigen el certificado de vacunación para ingresar al país.
El contraste de actitudes y contradicciones parece el signo de este tiempo, pero tal vez no sea otra cosa que la modulación lógica de la vida.
Un terremoto sacude Turquía y Siria, esa es la otra noticia de los medios aquí: en apenas dos días ya son casi 10 mil las víctimas con la circunstancia cruel de que, en la región siria de Alepo, uno de los ejes del seísmo, hay millones de desplazados por la guerra civil desde hace más de una década.
Las informaciones que producen las dos coberturas periodísticas diluyen las noticias de la otra guerra en Ucrania, que ya forma parte del paisaje, como la inflación sobrevenida por ese conflicto (que a un argentino poco asombra) y la aparición de algún nuevo virus susceptible de quitarle el lugar al Covid: el H5N1 de gripe aviar que, según una reciente investigación hecha por un instituto científico en Galicia, puede transmitirse de manera eficiente entre mamíferos. El estudio, ratificado por el Mount Sinai de Nueva York, acota: “Cuanta más diversidad genética y más circulación, más riesgo. Así que el riesgo es mayor ahora debido a su expansión geográfica y de tropismo animal”.
La guerra en Ucrania ya forma parte del paisaje, como algún nuevo virus tras el Covid
El cúmulo de tragedias tensa una realidad quebradiza que en el otoño neoliberal (aún queda el largo invierno), enmarcado por la precariedad laboral y la fragilidad de los servicios públicos, hace que se viva en las inmediaciones del colapso. Esa es la percepción que, hay que asumirlo, no desdice la realidad. Como esta no es lo mismo para un cartesiano que para un empírico, el mejor modo de abordarla, al menos en Madrid, es en su sede: el bar La Realidad, del barrio Malasaña, donde se puede relativizar y llegar, por ejemplo, a la conclusión de que se la puede pensar, pero no conocer. Si circunscribo mi experiencia a la dictadura, la Guerra de Malvinas, los años del sida y la hiperinflación, puedo inferir que la vida es un bucle. Si se mira más atrás, en la Edad Moderna, Montaigne escribía en medio de la lucha encarnizada de hugonotes y católicos y con el flagelo de la peste a las puertas de su castillo.
Esta mañana, un corresponsal de un medio español conversaba en Adiyaman, una de las zonas más afectadas por el terremoto, con una socorrista española que había participado en el rescate de un adolescente que sobrevivió casi dos días bajo los escombros. Durante un buen rato la cobertura del desastre se centró en esa vida, descripta con atención por encima del bosque de víctimas. Carecía de sensacionalismo el testimonio e incluso sentí que anclaba por una vez en el otro, ese vecino que se supone que deambula por una realidad apartando el ser para mutar en muchos avatares y sobrevivir sin perder la señal de HBO. Stefan Zweig, en un librito sobre Montaigne, señala que el filósofo buscaba sin cesar en su yo interior, al que no consideraba particularmente extraordinario ni interesante, pero que percibía como único e incomparable. Buscar el yo que habitaba en él, dice Zweig, le permitía de algún modo dar con el del otro, el que nos es común a todos.
No creo que estemos peor; puede, eso sí, que estemos más solos y, en el mareo, confundamos una cosa con la otra. Dice Brodsky en un poema: “Lo más interesante respecto al vacío/ es que va precedido de la plenitud./ Los primeros que entendieron esto fueron, según creo, los dioses/ griegos, cuyo fuerte en realidad era la ausencia”.
*Escritor y periodista.