No hace demasiado tiempo, al presidente Emmanuel Macron un joven lo detuvo en un paseo por París y le pidió un empleo. Era un desempleado de 25 años y el presidente le instó a salir a buscar un trabajo, que haberlos, los hay, le dijo ante las cámaras: “Cruzo la calle y te encuentro un trabajo”. A los pocos minutos, el líder de los insumisos, Jean-Luc Mélenchon escribió un tuit: “Macron invita a seis millones de personas a cruzar la calle para conseguir trabajo, ¿dónde vive este hombre?”.
¿Cuál es el ingreso de un vendedor de droga en las calles de Rosario o de La Matanza? Sin duda el narcomenudeo es mucho más rentable que el tradicional trabajo de puntero político barrial. Podemos imaginar, entonces, que una posición ha ido desplazando a la otra, pero que ambas responden, como la economía popular, a un orden de las cosas en el que el trabajo formal está en franco retroceso, alcanzando umbrales de ruptura social.
En los años setenta, quien vivía en un barrio rosarino o en San Justo, todavía tenía entre los vecinos un carpintero, un taller de marcos y cuadros o, aunque eran pocos, un maestro del vitral.
El sociólogo Richard Sennett reflexiona sobre la desaparición del artesano. Cada uno de quienes desempeñaban estos oficios podrían haber ganado más dinero si trabajaban más de prisa, pero había una exigencia moral y una satisfacción en su labor que se traducía en el producto que entregaban. Un obrero tampoco era ajeno a esta contingencia, como no lo es un escritor. Anton Chéjov consideraba de igual manera su trabajo como médico y su labor como escritor, ambos bajo el criterio del arte, es decir, como una preocupación y una dedicación directamente relacionadas con la técnica y los resultados.
Cruzando el Riachuelo, en La Salada, hay un epicentro laboral que no se puede catalogar solo de informal porque constituye un mercado ilegal por voluntad política, y por su funcionalidad para el ejercicio de la política. Matías Dewey en El orden clandestino (Katz Editores, 2015) cuenta cómo allí los jefes de las ferias y de los talleres clandestinos mediatizan relaciones sociales, pero instaurando o fomentando un entorno normativo alternativo y diferente al del Estado de derecho. Se manejan con un nuevo conjunto de normas y moldean el orden paralelo. Un orden en el que el trabajo es marginal, pero que el Estado al permitir ese orden clandestino se convierte también en marginal.
Francia es la segunda economía de Europa después de Alemania; le sigue Italia. En Prato, un tradicional centro de fabricación y diseño de moda situado en la Toscana se ha convertido no sólo en centro de importación de ropa desde China, sino en un centro de producción. Inmigrantes clandestinos chinos llegan a Italia para trabajar en los miles de talleres de la ciudad –regenteados también por empresarios chinos–, que permiten producir primeras marcas Made in Italy con salarios asiáticos. Según un informe de la BBC, en Prato hay hoy alrededor de 25 mil personas de origen chino trabajando por salarios muy por debajo de sus homólogos italianos. A tres dólares la hora, o unos 200 dólares por la producción de veinte vestidos, los estándares de calidad de los artículos, por supuesto, son mínimos y están lejos de los exigibles a un buen trabajo artesanal, aunque la etiqueta los identifique con una marca y una denominación de origen Premium. ¿Qué opinará de esta situación la primera ministra italiana Giorgia Meloni, su ministro Matteo Salvini y el resto de las fuerzas que gobiernan el país con la promesa de un continente blanco, católico y enemigo de migrantes?
Tener un trabajo es, hoy por hoy, cualquiera sea éste, un motivo de éxito. El éxito se mide en el mercado en función del nivel del fracaso del otro. Entre estos empleos, que muestran solo una parte del deterioro laboral en general y que son signos patentes de la desigualdad, y el desempleo, no es sencillo determinar en cuál de las dos posiciones está el fracaso. Aunque crucemos la calle y lo observemos desde la vereda de enfrente, la dificultad sigue siendo la misma.
*Escritor y periodista.