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Tensiones

Atentados

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Atentados | Unsplash | Bexar Arms

Hace ya mucho tiempo, en un viaje a Buenos Aires, un amigo me hospedó en un departamento del Once, sobre calle Corrientes. En el piso había algunas grietas que eran el resultado de la onda expansiva del atentado a la AMIA. La mujer que habitaba el lugar, familiar de mi amigo, se había mudado al resultarle insoportable habitar en esa caja de resonancia de la muerte.

Unos años después quiso el infortunio que estando en Nueva York aconteciera el ataque a las Torres Gemelas. Estábamos en un hotel en la calle 33 a metros de la Quinta Avenida, a la vuelta del Empire State. Según pasaron las horas, cuando nos dejaron salir a la calle, nos encontramos con una lluvia de hollín que flotaba en el aire.

Hace unos días estas imágenes regresaron a mi memoria disparadas por la película Un año, una noche de Isaki Lacuesta cuya acción transcurre alrededor del ataque terrorista a la discoteca Bataclan de París a finales de 2015.

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La película narra la historia de un informático y músico español y su compañera francesa, que con otra pareja asisten esa noche al concierto de la sala. La historia comienza con una iluminación cálida y describe la trayectoria de dos personas, los protagonistas, cubiertos por una manta plateada mientras atraviesan las calles alteradas por el desconcierto. Estas escenas se contraponen con otras en las que una lluvia de partículas blancas, una nieve fina, están suspendidas en el aire. La belleza de las imágenes es absoluta y el correlato, en los primeros minutos, consigue desbaratar el eje dramático alrededor del que gira todo. Poco después sabremos que la lluvia de diminutos copos era en realidad de partículas de pólvora flotando entre los vapores de los cuerpos yacentes, muertos y agónicos. Las mantas plateadas provistas por los sanitarios para proteger del frío a los sobrevivientes se saben lo que son desde el primer fotograma en el que aparecen, pero el efecto estético ayuda a la necesidad de postergar unos instantes la verdad de lo que ocurre.

Son los rastros, las marcas, las cicatrices que no dejan de insistir en que lo raro es vivir

Lacuesta va narrando y reconstruyendo la historia de la pareja con datos previos a la tragedia y el devenir de los días y los meses posteriores que le siguieron. La vida después. La otra pareja también se describe, pero la atención se centra en el hombre, separado con una pequeña hija y una nueva relación. Se trata de personas que han estado en el ojo del huracán, pero han podido salir físicamente ilesas y poco a poco, intentan retomar el sendero de sus vidas. Y es en este punto donde conmueve la película, el lugar desde el que alcanza su deslumbrante altura, porque no reescribe esas vidas tapando el pasado, sino que lo somete, en cada personaje, al trauma y cómo sus efectos actúan sobre la complejidad de esas vidas.

La relación de los dos protagonistas se va astillando; en el caso del chico, incluso, se descompone entre la contradicción del músico que no toca y el informático que trabaja para ganarse la vida. Sin el atentado esto podría haber permanecido en potencia. La chica oculta lo vivido en su entorno laboral. El protagonista secundario, el otro joven español decide regresar a su país. No es una cuestión que surge como rechazo a un contexto violento: ya no hay zonas de exclusión, ni aquí ni allí. Se trata del acelerador que la violencia ejerce en las decisiones latentes.

El valor de la película está en exponer todo el poliedro de emociones, contradicciones y tensiones, en definitiva, que constituyen a esos seres; que nos constituyen. Otra cosa sería el hilo narrativo si alguno de los cuatro se hubiera sumado al centenar largo de víctimas. Otro recuerdo conservaría yo si hubiera perdido a un amigo o a una relación en el atentado de las Torres. No sería aquella lluvia negra en el mediodía de ese 11 de septiembre la que cubriría la escena. Ni sería el que era y ni el que soy.

Un par de noches después, en 2001, cuando regresábamos de cenar, en la esquina del Empire State, comenzaron a sonar las alarmas y la policía nos obligó a desplazarnos por la calle 33 hasta la Segunda Avenida hasta varias cuadras abajo. Había una amenaza, decían, de un nuevo ataque. Cuando regresamos al hotel, mi compañera recuperó la sandalia que había perdido corriendo.

La película me recordó a aquella sandalia. Como al hollín flotante, similar a la pólvora suspendida en el Bataclan. Como la grieta del Once. Son los rastros, las marcas, las cicatrices que no dejan de insistir en que lo raro es vivir.

*Escritor y periodista.