Isabel II fue capaz de detener el tiempo. Diez días contra el vértigo impuesto por el flujo continuo de informaciones globales que no se detuvieron, obvio, pero que se volcaron en buena parte a la órbita de la mayor puesta en escena de un Estado en lo que va del siglo. La BBC transmitió las 24 horas un programa especial con las cámaras emplazadas allí donde indicaba el protocolo real. Así como en el reality show se impone el gesto espontáneo por encima de cualquier esquema previo, en el funeral, un minucioso guion daba paso al gaitero real que interpretó un lamento en la abadía de Westminster o al caballo de la reina o a su pareja de corgis.
No es broma expresar que el Reino Unido es un oxímoron ya que se encuentra irremediablemente quebrado por el Brexit y ésta es una situación que se declina en todo tipo de catástrofes económicas y burocráticas con dos cuestiones centrales: la endeble salud de los acuerdos de Viernes Santo en Irlanda del Norte y el referéndum de Escocia. Esto último contiene un detalle en clave del último gesto de Isabel II.
En un momento de los últimos tiempos y viendo que ya su salud se deterioraba sin remedio, Isabel II decidió abandonar Buckingham e instalarse en el Castillo de Balmoral, su residencia estival y sitio predilecto. A partir de esta afinidad la casa real británica dio a entender que se trataba de una elección íntima de Isabel. Sin embargo, se convirtió en el último gesto político de una figura que no dejó, en ningún momento, incluso muerta, de marcar con su impronta la agenda del reino. No solo el deceso se produce en Escocia. El largo peregrinaje de sus restos cruzó ese país desde Balmoral a Edimburgo, en un lento cortejo por las carreteras escocesas durante casi siete horas, entrando en cada uno de los pueblos y dando un rodeo lo suficientemente pausado para que todos los habitantes pudieran dar su adiós a la soberana. Las imágenes de la BBC recordaban a las que cada año se ven en el Tour de Francia y en lugar de los ciclistas atravesando verdes colinas aquí se veía rodar un cortejo fúnebre. No es procaz afirmar que se asistió a un acto de campaña electoral de la monarquía frente al próximo referéndum.
La Revolución Francesa acabó con el derecho divino. A partir de la Restauración los monarcas accedieron nuevamente al trono, pero el auténtico poder estaba (y está) en otra parte. En la novela inconclusa Lucien Leuwen de Stendhal, el poderoso real es el banquero a quien, de manera paradójica, el rey imita convirtiéndose de este modo en rival de un súbdito. He aquí la decadencia, el deseo del noble no se proyecta dentro de la corte, sino que desciende a la plebe. Así lo ve René Girard: “La democracia es una vasta corte burguesa en la que los cortesanos están por todas partes y la monarquía en ninguna”.
¿Por qué prevalece, entonces, frente a la república en tantas naciones? Una de las claves está, justamente, en que ese poder simbólico, atávico, sirve para vincular territorios que, de otro modo, como es el caso de Irlanda del Norte o Escocia, se desvincularían del reino. Una nación que se desmorona, social y moralmente, consigue con la mise en scène de estos días, frágilmente, creer desde la ficción que sus instituciones aún pesan y ordenan; un caos que, tarde o temprano, se expresará con desdén o furia. La guerra de Ucrania y la crisis energética no auguran un invierno amable.
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El abuelo paterno de Virginia Woolf, James Stephen, fue un diplomático al servicio de la reina Victoria que tuvo a bien acuñar el concepto de “madre patria” cuando las colonias comenzaron a preocupar más de la cuenta a la corona y las denominaba “hijas solteras” de la misma. Es una prueba del poder narrativo de los británicos, hecho que también demostró Jeremy Alister, el spin doctor de Tony Blair que llamó “princesa del pueblo” a Diana Spencer cuando murió mientras la multitud se acercaba al palacio a dejar flores y deplorar la indiferencia de Isabel II. Blair y su equipo le prepararon el guion del que emergió triunfal. Pero entonces flaqueaba la monarquía y no el Reino Unido. Eran tiempos de la Cool Britannia.
La capacidad para la liturgia de la corona es potente, sin duda. La gestión del día a día del pueblo es otra historia y hoy los británicos están cansados, vencidos.
En Asesinato en la catedral, Eliot escribe: “los dioses de los vencidos son los demonios de los vencedores”.
*Escritor y periodista.