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La rebelión del optimismo

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Sobran motivos para el pesimismo. Pero a veces es un recurso tan cómodo como el optimismo bobo. Rebelarse frente a esa comodidad es una provocación que sería útil explorar. | Pablo Temes

Con todas las encuestas y análisis sobre la mesa, es posible decir que hoy puede ganar la oposición o puede que el oficialismo achique la diferencia por la que perdió en las PASO. También puede ser que el Gobierno logre revertir la derrota. O sea, puede pasar cualquier cosa.

Como una variante del teorema de Baglini que les encaja bien a ciertos encuestadores y opinadores, se diría que cuanto más lejos se está de las elecciones más certezas hay sobre los resultados y cuánto más cerca está la hora de conocer los resultados, más cautela habrá para pronosticarlos.

Pero hay dudas que se resolverán esta noche, cuando se conozcan a los ganadores y perdedores. Y hay otras que recién comenzarán cuando se empiece a debatir qué van a hacer los oficialistas y los opositores con los votos que consigan con vistas a 2023. Frente al adversario externo y frente a sus respectivas internas.

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Entre esas dudas, aparece un principio de certeza: durante los dos años que separan de la próxima presidencial, la sociedad vivirá la tensión entre la Argentina de la grieta y la Argentina de la posgrieta, expresada a través de sus respectivos dirigentes.

Desde mañana, la contradicción principal de cada coalición ya no será vencer a la otra sino imponerse sobre el adversario interno.

Dos años después se sabrá a qué Argentina representarán quienes compitan para la Presidencia. Desde el punto de vista histórico, no importarán tanto los nombres de esos candidatos, sino a qué mayoría social finalmente reflejarán. Esto, si sobrevivirá la polarización social de la última década o aparecerá una nueva mayoría que reclame consensos y se exprese a través de una síntesis política superadora.

El pesimista hoy es políticamente correcto: siempre podría pasar por un observador agudo 

Hay otra certeza: en cualquier caso, no van a ser dos años sencillos.

No futuro. La pregunta es cómo pararse frente a la siempre impredecible realidad de este país estancado desde hace diez años, en medio de un mundo nuevo tras una pandemia inédita.

Quizá lo más sensato sea asumir el pesimismo informado, después de haber probado y fracasado con distintos modelos económicos. Habría chances no menores de acertar y, sobre todo, sería políticamente correcto: aunque se corra el riesgo de errar mirando al futuro por el espejo retrovisor, el pesimista siempre podrá pasar por un observador agudo alejado de cualquier tipo de optimismo bobo.

Además, frente a tantos dolores pasados, el pesimismo es una forma de autopreservación: es más saludable prepararse para lo peor y, eventualmente, sorprenderse con lo mejor.

El problema es cuando el pesimismo deja de ser un ejercicio de la información o un arma de defensa psicológica para convertirse en una patología. El problema, entonces, serán las consecuencias de esa patología.

La agrietada trama de la gira presidencial

Si una mayoría se convence de que un banco no le devolverá sus depósitos, es probable que ese banco termine no devolviéndole los depósitos. Si el clima general indica que la Argentina no tiene futuro, las chances de que en efecto la Argentina no tenga futuro serán más altas.

Porque no solo se trata de encontrar y aplicar el modelo económico adecuado. No habrá política exitosa si no se alcanza un nuevo consenso, una creencia compartida. Un optimismo razonable sobre el que sustentar ese modelo.

La desconfianza en números. Churchill decía que un optimista veía una oportunidad en toda calamidad, mientras que un pesimista veía una calamidad en toda oportunidad.

El carácter de una persona puede ser inmodificable, pero si se quiere cambiar el carácter de una sociedad se necesitará regenerar sus expectativas. Éste es el mayor desafío de los líderes: cómo romper el deterioro anímico de una sociedad que, como toda, quisiera convencerse de que hay futuro, pero que tras las recurrentes crisis asume que el futuro será igual o peor.

Hay una relación estudiada y probada entre confianza y desarrollo. La pobreza del hoy genera una razonable desconfianza sobre el mañana y derrama desconfianza entre los propios ciudadanos.

La última investigación de Latinobarómetro (20.200 entrevistas en 18 países) muestra que el nivel de desconfianza interpersonal en América Latina alcanza al 90% de los encuestados, frente al 69% del promedio mundial, el 49% de Europa central y el 28% de los países nórdicos. Cuando se pregunta si “se puede confiar en la mayoría de las personas”, solo el 15% de los argentinos responde que sí.

El estudio señala una relación directa entre empobrecimiento y desconfianza social.

Esa falta de confianza se traslada de las personas a las instituciones. Los argentinos aparecen por debajo del promedio regional en la confianza que tienen en sus instituciones. Esto pasa con la Iglesia (es el país que más desconfía en ella), el Presidente, las instituciones electorales, el Gobierno, el Poder Judicial, el Congreso y los partidos políticos.

Hay dos casos en que los resultados de la encuesta ubican al país arriba del promedio regional: Fuerzas Armadas y policía.

Optimismo comprometido. Chesterton sostenía que los optimistas creen en los demás y los pesimistas en sí mismos. Vivir en estado de pobreza o crisis recurrentes lleva a ese escepticismo individualista.

Es un dilema histórico: cómo se puede ser optimista en un mundo injusto y, ahora, cómo se lo puede ser cuando la pandemia derribó las pocas certezas sobre el futuro que la hipermodernidad había dejado en pie.

Aunque justamente por eso se podría cuestionar la falta de imaginación del pesimista. El optimismo comprometido es una respuesta de los que creen que un mundo mejor es un proyecto realizable. No como sueño new age, sino como construcción política concreta.

Es entendible que el optimismo no sea una vocación de algunos intelectuales: mirar cada presente con sentido crítico es un aporte para que el mañana sea mejor. Pero cuando esa mirada anula siempre la posibilidad de que algo salga bien o de que haya una salida superadora, el sentido crítico se revela menos crítico, más previsible.

Junto a Voltaire y Schopenhauer, en el país hay infinidad de razones que avalarían a los clásicos filósofos del pesimismo.

En esa escuela se inscriben políticos, empresarios, economistas y periodistas que se convencieron de que “el dolor es perpetuo”. El peligro para ellos y para la sociedad que expresan, es que los pesimismos crónicos suelen derivar en depresión.

El optimismo comprometido es una respuesta de los que creen que un mundo mejor es posible

En la sección Correo de la semana pasada, el lector Oscar Samoilovich aparece como una rara avis en este contexto. Según él, existen motivos para creer que no todo lo que se hizo desde el retorno de la democracia, salió mal. Enumeró: “Se terminó el partido militar, se condenó la represión del Estado, no hubo fraude electoral desde entonces ni políticos proscriptos”.

Añadió que la sociedad argentina es una de las pocas abiertas a migrantes de cualquier cultura y religión y agregaba la sanción de leyes que mejoraron la vida de millones de personas, como la que legalizó el divorcio o la del matrimonio igualitario.

La comodidad del pesimismo. Coincido con el lector en recordar esa base desde la que ya no se retrocede, aunque es obvio agregar que con eso no alcanza: falta encontrar un modelo de estabilidad económica para que los períodos de crecimiento que hubo en 38 años de democracia sean la norma y no la excepción.

Pero el pesimismo permanente, tan cómodo como el optimismo acrítico, puede convertirse en una trampa que inmoviliza e impide encontrar soluciones.

Quizá la mejor forma de pararse frente a lo que viene, sea rebelarse ante la pereza intelectual de aceptar como inapelable ese destino de fracaso.