La reciente unción de Edmund Phelps como ganador del Premio Nobel de Economía 2006 tiene más de un punto de unión con la actualidad argentina. La primera, y más narcisista, es que eligió a una compatriota nuestra como esposa. Quizá por su condición de ciudadano consorte, detenta autoridad real para referirse a nuestro país.
Pero más todavía por el núcleo de los aportes que le valieron el galardón: la relación entre inflación y desempleo (el trabajo más conocido) y los determinantes del crecimiento a largo plazo de la economía: el ahorro y la formación de capital, especialmente el denominado “humano”. Esto es, básicamente, capacitación.
Sin repetir y sin soplar. Quizá para la ministra Felisa Miceli, Phelps es sólo el creador de la famosa regla de oro, en su modelo de crecimiento. Pero debe haber repasado algo de sus lecturas de la materia Desarrollo Económico cuando esta semana mantuvo un raid de reuniones con varios empresarios, todos ellos con el mismo objetivo: mostrar que los acuerdos elaborados el verano pasado serán renovados, sin repetir y sin soplar, pateando el descongelamiento normativo para el escenario post electoral de 2007. ¿Puro voluntarismo?
Los supermercados primero, los textiles después, los autos y los comerciantes chinos se sentaron a la mesa de la ministra o del secretario estrella Guillermo Moreno. Ambos economistas, no deberían desconocer los libros clásicos de la materia respecto de que los precios asumen en el funcionamiento de la economía el rol de árbitros inapelables de la escasez relativa y de que la inflación no es la suba de alguno de ellos sino del promedio general.
De nada hubiera servido a los textiles sentados en el banquillo argumentar las subas estacionales, el blanqueo progresivo de la cadena de producción, las renegociaciones salariales. En eso, la contraparte K es ultrarresultadista: si algo sube, tiene que bajar para que los números cierren.
Omisiones. Si bien esta ronda ya era descontada por los mismos firmantes, quizá la diferencia con las anteriores es la demostración palpable de que las iras del Gobierno se pueden canalizar con rapidez contra cualquier insumiso que desafíe esta peculiar ley de gravedad económica.
Como en muchas otras circunstancias, en este caso la noticia no está en lo que se dice sino en lo que se omite. En esta columna ya se había repasado el tema del limbo jurídico en el que vive un acuerdo “voluntario”: qué consecuencias acarrea su incumplimiento, cuál es el órgano de contralor y qué alcance tiene en el tiempo y en las empresas no firmantes un eventual apartamiento de lo estipulado. En la actualidad, las empresas líderes deben informar a los supermercados cualquier alteración en lo convenido y éstos avisar puntualmente a la burocracia de Comercio.
En el caso particular de los minoristas, si bien el nuevo acuerdo, como los anteriores, no son de fácil acceso (aún en la era de la digitalización), quizás para ponerle un poco más de suspenso y discrecionalidad a los “permisos” de subas obviamente justificados, la lógica indica que lo que ellos sí pueden responder es por su propio margen, oficiando como lo vienen haciendo ahora de policías de precios de sus proveedores en los más de 400 artículos incluidos.
También esta semana fue el turno de las terminales automotrices y de los supermercados chinos, quizá situados en ambos extremos de la población en cuanto a ponderación relativa en la conformación de sus canastas de consumo. Las promesas se suman, pero las dudas se multiplican. El Gobierno se cansó de afirmar que esto no es un control de precios pero se sospecha de que cuando el producto es más sensible y su escasez puede alterar el delicado equilibrio de producción en un sector, los buenos modales dejan paso a la interpretación más audaz de la legislación vigente. Quizá con los números que en la mano elaboró el INDEC, en los cuales hay sectores que aumentaron sustancialmente sus ventas con respecto al 2005: los supermercados entre 15% y 19% y los shopping centers más del 25%, en comparación con lo ocurrido 12 meses atrás.
La lluvia de gasoil, que prometieron soberbiamente desde despachos oficiales no llega aún y, quizá para invocarla como en los viejos rituales tribales, se desempolva el tótem de la Ley de Abastecimiento, nacida en 1974, casualmente en el momento en que se deshacía la propuesta de “inflación cero” del ministro Gelbard, y en que las presiones inflacionarias y los convenios colectivos de trabajo desenfrenados terminaron en el primer macroajuste argentino: el Rodrigazo (junio de 1975), que liberó los precios controlados de una u otra manera durante dos años.
Opciones. Pero por si acaso, mientras el palo de la suba de retenciones, prohibición de exportar o boicots de socios piqueteros se muestra a las petroleras, la zanahoria es apurar la puesta en marcha de dos centrales eléctricas por parte de Siemens, curiosamente la misma empresa con un conflicto sin finiquitar por el caso de la licitación de los DNI en tiempos de Carlos Saúl II.
Quizá ya acostumbrado a las curiosidades de estas latitudes, el flamante Nobel podría anotar la regla de oro de la economía argentina: el largo plazo acelera su influencia en el presente cuanto mayor es la insistencia en pensar sólo en el corto plazo.