Le debemos tanto a J.J. Abrams que nunca sabremos por dónde empezar: ¿por Lost, por Super 8, por Star Trek? Tengo poco espacio, así que voy al grano: J.J. Abrams retomó el proyecto que el azar puso en manos de un siniestro director que se encargó de arruinarlo con toda su (mala) fuerza durante décadas y le devolvió la potencia que La guerra de las galaxias siempre tuvo y que vuelve a alcanzarnos, más allá de las eras y los dolores de columna, revelándonos que en algún lugar de nuestros cuerpos seguimos sosteniendo ese estado de la imaginación llamado infancia en todas su pureza.
Mi hija dice que lloró. Yo no llegué a tanto, pero me emocioné más allá de lo previsible. Mi hijo objeta la debilidad del Mal y el carácter automático del Bien. Si no fuera por esas propiedades, le digo, ya habría perdido las ganas de vivir hace tiempo.
Mucho más que eso, J.J. Abrams saca a la terrible familia de Darth Vader del lugar crístico en el que había sido colocada por el fariseo George Lucas y la coloca en la matriz edípica de la que nunca dejó de formar parte. Hay una dimensión trágica que Abrams sabe manejar muy bien y que vuelve a La guerra de las galaxias de la mano de viejos conocidos y personajes nuevos (todos ellos intachables, desempeñados por un elenco extraordinario), un leve temblor que tanto se deja ver en el berrinche de un malo que sabe que no alcanzará las cimas de maldad a las que aspira o en las entretelas del alma que nunca se nos revelan del todo en la nueva pareja de la saga, Rey y Finn, pareja transracial.
Robo de la reseña del New Yorker: “La trama de El despertar de la fuerza es un ejercicio de lealtad”. Agrego: no tanto lealtad a la primera película de 1977 (lo que es cierto) sino lealtad al amor ciego de los espectadores más intransigentes, entre los que me cuento.