COLUMNISTAS
NUEVA IDEOLOGIA

La rendición de los honestos

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Yo también fui de izquierda hasta que el capitalismo me dio una oportunidad.” Cuando escuché la frase, estiletazo de cinismo que quitaba el tono dramático a la pulseada ideológica que había atravesado nuestras vidas, comprendí por qué Facundo Cabral era un creador popular inigualable.
Estábamos en un complejo de verano cerca de Mar del Plata. Ni mi anfitrión, candidato a diputado por un frente de izquierda, ni yo conocíamos al cantautor personalmente. Fue un encuentro casual y el diálogo se limitó a pocas palabras y tímidas sonrisas en la fila del restaurante. Eran días de campaña y el creador de No soy de aquí había reconocido al político por unos afiches.
—Usted es…
—Sí, yo soy…
—Magnífico, un gusto conocerlo.
Luego vino ese broche colosal que nos alegró las vacaciones y nos dio letra para las rondas de mate en la playa. Las luces de la popularidad no se habían posado aún –salvo casos excepcionales, como Luis Zamora– sobre figuras de la izquierda posdictatorial.
Nunca imaginé que esa anécdota volvería una y otra vez a mi memoria, ya no como souvenir del día en que el poeta nos prestó atención, sino por su profundo sentido de realidad. Entonces me aferraba a la idea de que existía una ética de izquierda, que debía funcionar como latigazo o voz de alerta ante la corrupción y las malas prácticas de la política “tradicional”. Ya no profesaba la fe que mi anfitrión sostenía a pie juntillas, pero creía que el progresismo, en sus variables socialdemócratas, moderadas, librepensantes o cualquier otra del arco del republicanismo transformador, tenía sentido si podía cumplir modestos sueños, como sanear la política, hacerla más decente y cercana a la gente.
Estábamos en plena época de luto por la frustración de la experiencia soviética. Apabullados por la horrible decadencia que antecedió al derrumbe del “Paraíso proletario”, muchos ex militantes de la izquierda dogmática habíamos iniciado un duro tratamiento de recuperación. Y, en la búsqueda de la medicina apropiada, la democracia era un antibiótico imprescindible. Teníamos que reencontrarnos con el sistema que habíamos descalificado en nombre de la lucha de clases. Enterrar el autoritarismo y el vanguardismo. Y necesitábamos reinventarnos ya que nuestra religión había muerto, Dios había muerto. Pocas cosas quedaban en pie del viejo paradigma. Una, aunque chamuscada por la decadencia del “socialismo real”, era la honestidad. Nosotros habíamos sido honestos. No era moralina, era una concepción de vida: ¿Cómo se podía combatir al “viejo y perimido” sistema sin cumplir con ese requisito básico y elemental? ¿Quién podía imaginar al Che Guevara haciendo guerrillas en Bolivia y depositando dinero negro en un paraíso fiscal? Para ser de izquierda había que ser honesto. ¿Todos lo eran? Era claro que no.
¿Fue la deshonestidad la que llevó a la ruina al ideario comunista? Por supuesto que no. Fracasó un sistema, una cosmovisión, y no sólo una causa moral. Además, la historia está llena de criminales honestos. De izquierda y de derecha. La mayoría de las nobles causas derivaron en fanatismo y el fanatismo en guerras santas, depuraciones, campos de concentración y gulags. La honestidad es un piso ineludible y no un techo inexpugnable.
Quizá, como consecuencia no deseada de aquel romanticismo que guió a buena parte del pensamiento de izquierda en la frustrante (y trágica) experiencia del siglo XX, se ha instalado entre sus herederos posmodernos un híbrido moral, una nueva ideología, bastante en boga en el kirchnerismo, que parece culpar a las prácticas honestas por el fracaso de los modelos que buscan el cambio social. La consecuencia de ese relativismo ético es una exacerbación de la praxis por sobre los sueños, un resultadismo (con reminiscencias en los detestados 90) que antepone el hacer por sobre el cómo hacer. En palabras de Florencia Peña (es lo que hay): “Qué importan algunos casos de corrupción, lo importante es el modelo”. Más elegante, un columnista de una FM progre se preguntaba a propósito de las denuncias por lavado de dinero: “¿De qué sirvió la honestidad de Chacho Alvarez, que terminó renunciando por la famosa Banelco durante el gobierno de la Alianza, si el Frepaso no pudo demostrar que podía gobernar?”. Como si la Alianza hubiera fracasado por sus virtudes y no por sus defectos.
Lanzada desde la llanura del pragmatismo, podría ser una conclusión vulgar. Hecha desde una ideología pretenciosa, cargada de iconografías, resulta escalofriante. Expresa la rendición incondicional de los principios. Aunque se nutra con requechos de Marx, Evita, Perón y el Che Guevara.

*Periodista. Club Político Argentino.

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