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Defensor de los Lectores

La retórica, herramienta para persuadir, conmover, seducir

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Demóstenes. El gran orador de la Grecia antigua, como Castelli lo fue en estas tierras. | cedoc

Quiero evitar el riesgo de que esta columna quede desactualizada por lo vertiginoso de los tiempos políticos que corren. Por lo tanto, propongo a los lectores de PERFIL que acompañen esta caminata por los vericuetos de una palabreja que viene de la antigua Grecia y constituye recurso básico del discurso político: la retórica. Elijo este camino para esquivar definiciones sobre los dichos, los escritos, los recursos de oratoria y las reacciones (muchas de ellas violentas, agresivas, alejadas del buen empleo de las herramientas periodísticas) observadas en medios de comunicación tras los alegatos y esa suerte de cadena nacional empleada por la acusada Cristina Fernández de Kirchner en la causa denominada Validad. ¿Por qué la retórica? Porque buena parte del debate judicial y político (y mediático) se basó en ella.

“La retórica es una disciplina que proporciona las herramientas y técnicas para expresarse de la mejor manera posible, de modo que tanto el lenguaje como el discurso sean lo suficientemente eficaces para deleitar, persuadir o conmover”, sintetiza el lingüista y catedrático en Letras Fabián Coelho. Aristóteles comenzó su Retórica (Retoriké) definiéndola como “una contrapartida de la dialéctica, ya que ambas se refieren a determinadas cuestiones cuyo conocimiento es en cierto sentido común a todos y no propio de una ciencia definida. Por tal motivo, todos participan también en cierto sentido de ambas. Y es que todos en alguna medida procuran poner a prueba y sostener un aserto, así como defenderse y acusar. Ahora bien, en la mayoría de los casos, unos lo hacen sin pensar y otros, como resultado de un hábito producto de su temperamento”.

El actor, la persona que recurre a la retórica como método de comunicación, es el rethor; en palabras simples, un orador político, aquel que quiere llegar a sus destinatarios con las mejores herramientas oratorias (en la Historia, el más célebre de los oradores fue Demóstenes, alguien a quien hoy definiríamos como un “pico de oro”, por la elocuencia y peso de las palabras que habitan en sus famosos discursos, parte de ellos reunidos en sus Filípicas, feroces críticas a Filipo, rey de Macedonia).

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Un artículo de la lingüista y catedrática costarricense Sol Argüello Scriba, publicado en la revista Estudios, señalaba que “en la Atenas del siglo V, la palabra en el discurso es el reflejo directo de la verdad, puesto que el arte de convencer de una realidad como si fuese una verdad absoluta se ejecuta por medio de argucias retóricas de tipo psicológico, que recurren a los sentimientos de los oyentes, no a un razonamiento apegado a la justicia”. Una afirmación que podría ser aplicada, hoy, a cualquier intervención pública de políticos, juristas, economistas y –claro– gente de la prensa, más interesados en aquello de convencer por el encanto de la palabra y no por la cercanía necesaria a la verdad.

No es una curiosidad que la acepción generalizada de la retórica como método de comunicación sea la de un recurso rebuscado, carente de entidad en términos de verdad, aplicado cuando no existe un vínculo cierto entre lo que se dice y lo verificable. “Pura retórica”, descalifican quienes niegan valor a lo que dicen o escriben sus adversarios.

En la extensa exposición de los fiscales de su pedido de prisión para la vicepresidenta y de la hora y media que ella aplicó a negar las acusaciones, proclamarse inocente y contraatacar, la retórica campea una y otra vez. Reitero: la retórica como herramienta para “deleitar, persuadir o conmover”.