Los padres y los maestros de párvulos la conocen. Es una risa que precede al llanto cuando algo inesperado y desconocido asusta o frustra al chico. Como todas las emociones, es un fenómeno poco estudiado y dado por supuesto por los mismos psicólogos, pedagogos y escritores que tendrían que explicarlo. Si tuviese un poco más de paciencia, el Dr. Bunge se mataría de risa leyendo El chiste y su relación con lo inconciente del Dr. Freud al observar que toda su documentación de relatos graciosos está tomada de la compilación de las historias de Hyacint Hirsch del poeta Heine, y confirmar que el hechicero vienés da por resuelto el enigma de la risa como “descarga de la economía libidinal” incurriendo en la falacia del obscurum per obscurius consistente en atribuir a una cosa ser efecto de otra aún más difícil de explicar.
Oyéndola con ese nuevo tono humilde y modosito en su discurso del lunes, recordé la expresión “no sé si reír o llorar”, tan frecuentada por los mismos que dicen “vergüenza ajena” por ignorar el térmimo “bochorno”. Yo mismo lo hubiera dicho si no hubiese atinado a reconocer al miedo pujando detrás de lo que invitaba a reír entristecidamente en esa proclama que parecería llamada a cambiar la historia, si no fuese porque los actos que cambian la historia nunca comienzan intentando cambiarla para atrás. Leído en un diario, ese discurso presidencial sería cómico: cuando una mayoría estadística de dos tercios de la población repudió un régimen de retenciones destinadas a reforzar una cuenta fiscal que no comprende –porque la mayoría no comprende nada de esto ni de lo demás– el gobierno electo por la mayoría asigna los fondos, retroactivamente, a una cuenta social que nunca estuvo en sus planes, porque esos hospitales, viviendas y caminos que ahora se prometen, nunca figuraron en su plan de gobierno. Hoy, –¡ay..!–, hay a derecha y a izquierda del gobierno consenso absoluto en la urgencia de redistribuir y las distintas bandas políticas no discrepan mucho en el cómo distribuir, porque sólo los separa la puja por decidir quiénes redistribuyen. Porque lo harían los cleptócratas presidenciales –con la pequeña ayuda de sus lameculos del campo intelectual– o los circunstanciales opositores que aún no tuvieron oportunidad de cleptocratizarse. En todo caso ambos bandos trabajan siné rgicamente para una nueva edición del “que se vayan todos” que nos mandará a todos a la mierda. Por ella, el miedo que empieza a despertar debajo de la risa.