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La salud de los enfermos

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El destino del roble enfermo de la casa suburbana donde yo pensaba pasar mis últimos días (Mea requiem, la llamamos, y en el portón pusimos un cartel que dice Cave Canem, Cuidado con el Perro, que trajimos de Roma) ha mejorado con el correr de las semanas. Los fungicidas que le insertaron en la corteza según prescripción de los especialistas que lo visitaron parecen haber dado resultado y lentamente la copa vuelve a reverdecer.

Descubrimos, por otro lado, que una intervención arquitectónica muy mal pensada había provocado la podredumbre de buena parte de la base del tronco (lo que, naturalmente, explica que el gigante hubiera sido víctima de los parásitos minúsculos que lo atacaron al comienzo de la primavera) y hubo que limpiar el agujero, luego pintar el interior con sulfato de cobre y, finalmente, rellenarlo con material para evitar mayores daños.

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El asunto provocó una crisis familiar de considerables proporciones porque yo me di cuenta de que si el roble se moría yo no iba a poder soportar vivir en esa casa sin su sombra majestuosa. Me dediqué a diseñar proyectos alternativos para mi retiro del mundo, asunto para el que tengo diez o quince años por delante (y como he dedicado los últimos veinte a un destino que ya creía resuelto, pensé que el tiempo no me iba a alcanzar). Ahora todo volvió a una seudonormalidad y ya empezamos a encarar las tareas de jardinería propias del verano (la reposición de las lámparas para las luces exteriores, ténganlo en cuenta los señores del Indec, nos costó cerca de 3 mil pesos).

Mi familia no entendió mi posición (de “drama queen”, lo admito) y todos creyeron que exageraba o que mentía y dejaron de hablarme del “problema”. Yo le pasé las escrituras de la casa a mi hija para que, por si acaso, la pusiera a su nombre y al de su hermano y empezaran a hacerse cargo del mantenimiento. Fue una buena ocurrencia, con independencia de la salud del roble, que además me sirvió para pensar en mi propia declinación.

Me doy cuenta de que soy capaz de soportar casi todo, salvo lo irreparable, y he conectado con la suerte de ese árbol la de mi vida... dañada.

Al escribir estas palabras crueles (para conmigo mismo) me acuerdo del Adorno de Mínima Moralia y voy a ver si allí dice algo de robles (porque habla sobre todos los asuntos). El buscador encuentra la secuencia de letras, pero incorporada a la palabra “p-roble-ma”.

Para mí, como para Mínima Moralia, el roble es el corazón del problema, y de ahí mi tristeza de habitante de un país irredento, con muchos muertos que lo visitan en sus sueños, ante la imposibilidad de ver las cosas desde la perspectiva de la redención.

Como yo, a diferencia de Adorno, no pienso que “la pregunta por la realidad o irrealidad de la redención misma resulta poco menos que indiferente”, me desespera la desesperanza: la mera posibilidad de que la redención no pueda ya estar en el horizonte de mi suburbio.