Al final he visto el capítulo tres de Succession. Con el tráiler de la cuarta temporada tenía suficiente; incluso aquellos minutos me llevaron a escribir un artículo a partir de una frase que se escucha entre la ráfaga de imágenes: “Es el final del ciclo americano; nuestra empresa es un imperio en declive dentro de otro”.
Este capítulo, el tercero de la temporada final, que alcanza ya la misma atención que aquel en el que Toni Soprano aplasta con las manos a su sobrino Christopher o en el que un niño mata de un disparo a Omar Little en The Wire, tiene, incluso, más repercusión por el modo en que se ha realizado. Fabián Casas no ha dudado en declararlo consecuencia del cine de Cassavetes. Tiene razón, aunque solo lo sea en el procedimiento.
El tsunami de las series ha desatado, como único juego posible, la búsqueda de un reflejo shakesperiano. Si ese propósito es por el carácter popular que tenía la obra del inglés, no iría mal encaminado, pero el empeño se centra en encontrar destellos en el único sitio que hay a disposición. Las salas de cine, las pocas que quedan, proyectan películas de Disney y en Cannes homenajean a Harrison Ford. De algo hay que vivir.
Precisamente: solo se trata de vivir como cantaba Litto Nebbia. La industria provee solo aquellos materiales que dan rédito y el juego se reduce a valorar los productos que responden a un serio trabajo artesanal. Al menos en el mundo audiovisual aún resiste la figura del artesano: en el barrio ya no queda ningún carpintero.
El tsunami de las series ha desatado, como único juego posible, la búsqueda de un reflejo shakesperiano
El tercer capítulo de Succession al igual que el resto de la serie, sus cuatro temporadas, poseen todo lo que se espera de un entretenimiento, vamos a denominarlo, inteligente. Es decir, la trama y el guion son sólidos, el elenco es notable y la dirección, es cierto, es deudora de la cámara de Cassavetes. Ocurre que, y pensando en Shakespeare (cuesta salir de ese marco) si atendemos al Rey Lear vamos a sentir un malestar: nos falta Cordelia, la hija que pone en peligro toda la ecuación.
En Succession el hilo de toda la narración gira en torno a quién se queda con el pastel, cuál de los hijos hereda el imperio. Como en el Rey Lear. El problema es que ninguno de los hijos de Logan Roy, el patriarca, tiene dos dedos de frente como tampoco sus parejas. El padre es un Saturno que se los merienda y ellos, todos juntos, no construyen un criterio. Ojo: el sentido común que se les demanda es para seguir con el negocio. Hay un solo personaje disruptivo, Greg, pero torpe al punto que no solo indispone al resto con su presencia sino a nosotros mismos desde el otro lado, pero con la misma pulsión que el resto de la familia: ¿qué hay de lo mío?
Falta Cordelia que ponga en entredicho toda la operación, que incorpore no necesariamente la fábula moral sino la imprescindible cuota de contradicción para no caer en una película de mafiosos en donde la única atracción la ejerza el asesino más carismático y limpio.
¿Hasta tal punto ha triunfado el sistema con la batalla cultural que el único plot posible de un relato popular es el modo de conseguir el máximo beneficio? Al menos Mónica Helguera Paz estaba enamorada de Rolando Rivas. Pero ya casi nadie toma un taxi; triunfa Uber.
Tony Soprano tenía la fisura del ataque de pánico y exponía a regañadientes sus fantasías en el diván de la terapeuta. En Breaking Bad, el profesor de química Walter White ante el fantasma de una muerte anunciada por el diagnóstico de un cáncer, se pone a fabricar metanfetamina para dejar unos medios mínimos para que su familia resista cuando él ya no esté. Walter White lleva al límite el mandato de convertirse en un emprendedor para atender el destino que le toca en un sistema sin ninguna red social. Ni él se salva del modelo.
En el tercer capítulo de Succession, los personajes se enfrentan a la muerte. Por eso nos convoca como espectadores ya que, de algún modo, es el único punto de intersección que tenemos en común. Pero la muerte es el final de las historias y, volviendo a Nebbia, aquello que nos interesa es todo lo que pasa antes de que acontezca. A veces eso es tan importante que consigue ocultarla y no, precisamente, por ser grato. No lo es el desamor ni el vacío existencial. Llama mucho la atención que lo intenten –con éxito– llenar con cualquier cosa. Alberto Migré no lo haría.
*Escritor y periodista.