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Fe de Fellini

16-4-2023-Logo Perfil
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Hace unos días un amigo, el periodista y escritor Carlos Alfieri, me envió un largo artículo suyo que publicó en la revista Florencio de Argentores en el que narra su relación con las películas de Fellini.

Alfieri, quien posee una sensibilidad particular para conversar con obras como la de Giorgio Morandi y dilucidar la extrañeza de su geometría de lo cotidiano, una rara metafísica que me comentó en muchas ocasiones, separa las imágenes de Fellini de cualquier trama, las salva de las palabras y deja al desnudo los mares de plástico de La Nave va o Casanova o aquel trasatlántico que todos observan absortos en Amarcord: una simple proyección escorzada de una ilustración que expresaba no ya la titánica figura del barco sino la creación de su mirada, acaso del sueño, pero seguro del deseo.

Una vez, tomando un café en Venecia, distraído en una lectura, de repente fui sorprendido por un crucero que ocultó un buen rato a la Giudecca, en la otra orilla del canal, y tuve la certeza de habitar una pesadilla: era como estar ante una calle edificada con una mole de apartamentos apilados verticalmente, colmados de balcones, desde los que un vecindario enardecido saludaba sin ton ni son a todo lo que se moviera delante de sí. Daba vértigo experimentar que podíamos ser nosotros, los que estábamos senados en la terraza del café, quienes se desplazaban arrastrados por alguna extraña fuerza que no era la del destino: la mera realidad que acontece.

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Vi Giulietta de los espíritus a los diez años y no volví a verla más. Aquella vez fue a bordo de otra embarcación; un transatlántico de la línea C que unía Buenos Aires con el sur de Europa aún en los años de la década del setenta. Naves de poca monta si se las compara con el Poseidón que avisté en Venecia. Entre las permisivas actividades que disponían a bordo los niños estaba entrar y salir del cine a cualquier hora; había sesión continua todos los días. Con el paso de los años he ido conservando una pocas imágenes y las atmósferas –muchas– de aquella película y por alguna razón no del todo clara he preferido preservar esas escenas, como si en su conservación pudiera tener un registro de mi mirada infantil. A pesar de la acumulación de las capas que se van juntando continuamente al recuerdo, como me pasa al agregar alguna, involuntariamente, ahora mismo, llega hasta mí aún aquel asombro en forma de sueño, entre figuras y luces, sin ninguna lógica narrativa: solo un borbotón de estímulos visuales. Y eso fue lo que me impresionó: acostumbrado, a esa edad, solo a la trama del cómic y de la colección de clásicos ilustrados Robin Hood, aquella película fue una ruptura lisérgica (permitan la metáfora en este tramo infantil).

Alfieri subraya que la mirada de Fellini devuelve la realidad con un ojo honesto, pero no cualquier realidad, no solo la social, sino también, metafísicamente, “la espiritual y cualquier cosa que el hombre tenga adentro”. Por eso no considera, con todo acierto, a La Dolce Vita como una película antirreligiosa sino, al contrario, una crónica de la fe perdida.

Casi al acabar su carrera, Fellini rueda Entrevista y el centro del film lo constituye la aparición de Mastroianni ataviado como el mago Mandrake. El cineasta no tiene mejor modo de expresar la decadencia vital y creativa, arropada de una crítica feroz: “¿Qué haces con este disfraz?” le pregunta Fellini. “Publicidad”, le contesta Mastroianni. “A mí no me ofrecen”, comenta el realizador. “Es una suerte”, remata el actor.

Después del encuentro, Mastroianni, siempre vestido de mago, se sube al coche de Fellini y van hasta la casa de Anita Ekberg, la actriz que protagonizó junto a Mastroianni La Dolce Vita. Ekberg los recibe y monta una pantalla donde se proyecta la escena de la pareja en la Fontana di Trevi. Anita y Marcello se miran, treinta años después, y la melancolía, cierta decadencia y la cercanía del final van cerrando Entrevista que culminará con una escena que da la razón a Alfieri. Escuchamos la voz en off de Fellini que dice: “La película debe terminar ya y de hecho ha terminado. Me parece oír a uno de mis antiguos productores: ‘¿Cómo terminas así, sin un hilo de esperanza, un rayo de sol? Dame por lo menos un rayo de sol’, me suplicaban al principio. ¿Un rayo de sol? No sé, lo probaremos”.

*Escritor y periodista.