Cuando me desperté, el reloj marcaba las ocho en punto. Me vestí y salí corriendo a lo de Rulo para desayunar. Enfilé por Sucre hacia Astilleros, y escuché un raro sonido que parecía provenir de la calle Pampa. Vi mucha gente. Algo así como una gran manifestación de adolescentes caminando hacia un espectáculo de rock. A medida que me acercaba, la imagen se hacía más kafkiana. Eran filas de niños que caminaban en silencio. En realidad, tuve la impresión de que el silencio era total. No había casi adultos –o por lo menos no había gente de estatura normal. Esa inmensa caravana en silencio estaba integrada por niños que no superaban los 80 cm de altura. Imposible evaluar la edad, y cuando creí divisar algún adulto no sobrepasaba nunca el metro de altura. El caminar de los chicos producía un extraño sonido musical. Digo –el arrastrar unísono de los pies de los niños sobre la calle–: producía una melodía. Una extraña melodía. Lo que más me llamaba la atención era la extraordinaria disciplina de los niños. Marchaban en fila de tres. Un metro de distancia entre las filas. La larga caravana era extensísima. De dónde vendrán, me preguntaba. Cuando comencé a mirar a los niños, creí que estaba alucinando. Todos tenían un color cetrino y una remera con un número y una letra que los identificaba.
La cara de uno de ellos no tenía ojos –venía tomado de la mano de otros dos niños que lo acompañaban. Los globos oculares, o lo que quedaba de los globos oculares, estaban llenos de gusanos que salían de sus órbitas. Observé con detenimiento y horror que uno de los niños que lo sostenía de la mano tomaba de sus órbitas alguno de los gusanos y lo engullía. Comía los gusanos que salían de los ojos del niño ciego. Tuve una arcada y después un vómito. El ruido de mi vómito parecía desentonar dentro de ese inmenso silencio. Me repuse y seguí observando, ahora de más lejos, mientras atravesábamos Figueroa Alcorta hacia la Costanera. Había una fila de niños con inmensas cabezas hidrocefálicas. Sobre la piel de sus caras brotaban lombrices que los niños trataban de tragar cuando se acercaban a sus bocas. No reconocía a nadie. Quise gritar pero no podía. Tenía una mezcla de asco, repugnancia y pánico pero, para hablar francamente, no me producían piedad. Y eso me mortificaba. De algunos brazos y piernas de los niños salían pústulas que arrastraban sangre y pus. El espectáculo era dantesco. Comprendí que la ausencia de queja de esta inmensa muchedumbre infantil parecía producir mi falta de piedad. Al cruzar por Figueroa Alcorta, comenzaron a sonar bocinazos porque la larga marcha de los niños alteraba el tránsito. Empecé a sentir odio hacia ellos pero no podía dejar de acompañarlos. Quería saber adónde iban. Cuál era el destino de la gran marcha. Uno de los niños salió de la fila y comenzó a comer excremento de perros –tan abundante en esa zona. Lo que más me asombraba era el espíritu comunitario que reinaba entre ellos. El que tenía los excrementos los repartía equitativamente dentro del grupo. Todos comían al unísono. Había hambre. Recordé haber leído que la Fundación Argentina contra la Anemia decía que el 50% de los niños en la provincia de Buenos Aires es anémico. Pensé si los excrementos de perro tendrían tal vez hierro suficiente para balancear la dieta. La naturaleza es sabia. Problema de sobrevivencia.
¿Pero todos estos niños habían existido siempre? ¿Desde cuándo esto es así? ¿Lo sabíamos? Eran preguntas tontas. Esta situación es límite. Horrorosamente límite. ¿Pero cómo habíamos llegado a esto? Poco a poco pensé; porque cuando el horror se construye día a día, se vuelve obvio y cotidiano. Los niños deformes se vuelven cotidianos. Caminé unas ocho cuadras sin mirarlos. Al llegar a la Costanera, observé que existía un grupo de gente que los organizaba. Eran todos de estatura normal. Me extrañó nuevamente la docilidad de los niños para reagruparse. Sobre la Costanera había cuatro grandes letreros que parecían orientar el destino último de los niños; cada letrero tendría una longitud de cinco metros por cuatro de ancho. Cada letrero ordenaba de acuerdo a la patología. Las remeras de los niños también los identificaban en sus respectivos grupos.
Anémicos, hidrosefálicos, chagásicos, raquíticos y VIH, decían los grandes carteles. Cada grupo de niños se reagrupaba en su fila correspondiente. Parecían contentos de haber llegado al destino. Estaban extenuados. Unas largas mangueras de las que salían chorros de agua tibia intentaban limpiarlos de todas las secreciones, excrementos y pústulas. Observé que, después de bañarlos, un sector de damas los alimentaba con un abundante plato de lentejas. A los anémicos les ofrecían una doble ración. Luego de la comida, los niños se volvían a agrupar y prolijamente y en silencio se arrojaban ordenadamente a las aguas del río. Ningún niño se negaba a hacerlo. Todos parecían comprender el destino final. Me atrevería a decir que de alguno de ellos vi asomar una beatífica sonrisa. Me quedé toda la mañana. Había visto arrojarse 5 mil niños con absoluta disciplina. Lo que me asombraba era la obviedad. Algún grito destemplado: “¡Piqueteros hijos de puta!
¡Tírense todos, no jodan más!”, no parecía tener eco en la multitud. Cada tanto aplaudíamos alguna pirueta que algún niño realizaba al arrojarse al agua. A eso de las once se interrumpió la ceremonia para cantar el Himno. Fue emocionante. Los niños también cantaban sin dejar de arrojarse al agua. Después, no pude entender más. Porque me pareció que mis oídos comenzaban a zumbar y tuve miedo de desmayarme. Mientras caminaba de vuelta por Sucre, comencé a sollozar. La vida continúa. Todo sigue su curso, decía uno de los personajes de Esperando a Godot. Y yo comencé a olvidar. Había que seguir viviendo. Antes de llegar a casa, pensé en dos palabras: complicidad civil. Pero no entendía el sentido ni su relación con la extraña jornada. Cosas de la vida, pensé y abrí la puerta de mi bella mansión.
*Médico. Actor. Dramaturgo. Psicoterapeuta de grupo.
Pepe Eliaschev retomará su columna el 23 de enero.