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La suerte de la fea

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Beso | Labios pintados | Unsplash | Etienne Girardet

A partir de una nueva tapa de Vogue dedicada a la diseñadora de moda italiana Miuccia Prada, recordé una entrevista de televisión en la que declaró algo (que puede haber sido dicho por uno de sus colegas, pero es lo mismo) aplicable, aunque a la inversa, a la escena política actual. Afirmaba que las mujeres lindas son más duchas para pintarse y vestirse que las feas. Como si los rasgos atractivos detonaran habilidad para ser reforzados, y la fealdad presintiera que no vale la pena. Creo que es una sentencia discutible, como casi todas las sentencias de ese tenor, pero haciendo memoria encuentro unos cuantos casos que la confirman, tanto de un lado, el de la belleza que sabe subirse el precio a costa de la cosmética, como el de la fealdad resignada o incluso hábil para sacar partido de sí misma jugando el rol cada vez más celebrado (al menos de la boca para afuera) de la belleza “no hegemónica” que tanto bien trajo a las narices excesivas o a los kilos de más.   

En tanto la política muta en sus aspectos externos (antes recatados: corbata, grises, marrones, trajecitos sastre) hacia un carnaval de cosplay, botox, labios de churrasco, tintura, glitter, dientes de un blanco inverosímil y postizos capilares, la idea de la linda que refuerza su belleza cae dando paso a lo contrario. Acaso a sabiendas de estar yendo hacia las zonas más horribles de su ejercicio, la vieja política enfatiza el derrape con el culto al grotesco en el que se apoya la nueva. Es como si la mayor parte de las personas que alcanzan algún grado de poder (o pretenden haberlo alcanzado) se vieran obligadas a poner en escena algún aspecto ridículo para consolidarse en el imaginario público. Las gobernanzas del mundo encandilan a sus votantes y opositores con el rubio abyecto de Johnson o Trump, los outfits de cazador de Putin, el histrionismo en chomba y camiseta de Bukele o Zelenski. Sabemos que el batido de nuestro Milei (sí, nos guste o nos dé ganas de matarnos, es nuestro), ranquea alto en ese podio y diariamente se nos va la salud viendo alucinadas performances de la dirigencia, impensables en otras épocas. El drama llega al punto de opacar los hitos pioneros de Menem y Berlusconi, con sus biabas y sus avispas. La novedad de las redes, el chiche ausente en los 90, cuando el neoliberalismo comenzaba a reconfigurar las relaciones de poder vaticinando todo esto, amplió las posibilidades para el acting y la comparsa. Las pantallas, a las que tantos somos adictos, exhiben política en plan reality show, tapando los grandes temas con temas menores. Aunque gracias a internet circule más data que nunca, el espectáculo gana. 

Era esperable que las maniobras distractivas se apoyaran sobre artefactos propios de la moda y gestos ultraafectados. Quizás, como dijo Miuccia –o alguno de sus colegas–, recurrir a los trucos de la cosmética embellezca aún más a las mujeres lindas. Pero, al poder, le sirve para obtener algo que necesita más que la belleza (un bien que, por otro lado, parece despreciar): la suerte de la fea.

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