Cómo leemos un texto nuevo, o mejor dicho, el más reciente texto que hemos leído, en relación con los textos de antes? Debemos evitar la tentación de ubicarlo en un mapa ya construido, en un casillero supuestamente vacante que vendría a llenar, en una línea de sentido que ya le viene dada de antemano. Pero en cambio no debemos resignarnos a pensar los textos por fuera de grandes constelaciones previas, de viejos fantasmas que vez a vez se actualizan, de preguntas que remiten a diálogos y conflictos con otros textos. Ese marco general vale para cualquier texto, pero se vuelve doblemente necesario en la lectura de Violer d’amores, de Américo Cristófalo, recientemente publicado por Editores Argentinos. Hay en ese escrito –especie de novela fragmentaria, pero también de poesía prosaica, de ensayo disfrazado, de autobiografía solapada– ecos de cuestiones que hoy aparecen algo olvidadas, obturadas, relegadas, pero que en otro momento no tan lejano de la literatura argentina tuvieron una presencia nodal. Allí reside el primer acierto de Violer…: su anacronismo.
Entendiendo anacronismo, por supuesto, en el sentido en que lo hace Agamben siguiendo a Nietzsche, como ese momento intempestivo en que lo contemporáneo logra salirse de la contemporaneidad. En la sintaxis de Violer…, en su gramática, se cuela un aire de algo de lo mejor que leímos en los años 80, a su vez como reformulación de lo mejor de los 60. Escuchamos las palabras enrarecidas de Raschella, algo de Marcelo Cohen, la confianza en los blancos activos como se enseñaba en Letras cuando aún no era Puán, escuchamos la huella de las lecturas extrañas que en esos años se hacían de Joyce (rastro que no había encontrado hasta ahora en la obra de Cristófalo, que aquí aparece con el nombre de Wake, que puede leerse tanto como despertar –de un sentido nuevo, de preguntas nuevas– o como velorio –tal vez de la propia literatura, de las propias palabras–). Todo ocurre como si Violer d’amores viniera a reorganizar ese horizonte, a darle un sentido estratégico a esa tradición, un sentido “post”: está la tradición, está la pertenencia a la tradición, pero ahora también está la sospecha en esa misma tradición y en esa misma pertenencia (leemos en la página 19: “No te dejes llevar por las palabras. Toda esa gente literaria, etérea. Ni voz para decir mish mish en el subsuelo”). Más allá de eso, hacia el final, en la escena de la Nochebuena del 76 en Barcelona, el libro gana en una intensidad mayúscula, como en un in crescendo hacia esa “luz rioplatense” de la última frase que lo resume todo.
Y mientras pensaba en los 80, en El Túnel, en Avenida de Mayo, encontré por $ 10 Literatura y crítica. Primer encuentro, publicado por la Universidad Nacional del Litoral en 1986. Hay, entre muchos otros, un ensayo de Piglia acerca de si “existe la novela argentina”, Tamara Kamenszain entrega un texto sobre la “nueva poesía argentina” y Héctor Libertella publica un artículo llamado “Patografía, vanguardia, posmodernidad”, que empieza con una premonitoria frase que vuelve a resonar por su actualidad: “Si hubiera turnos en la historia, y si ahora le correspondiera el turno a la estética de la nueva derecha, entonces yo cedería lugar a un epígrafe de Louis Pauwels: ‘(…) A partir de ahora, el mundo deberá ser pensado antes de 1789 y después de 2010’”.